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Bendición

domingo, 17 de diciembre de 2023

Oficio y reflexiones +

 


III Domingo de Adviento, solemnidad



V/. -Señor, Ábreme los labios.
R/. -Y mi boca proclamará tu alabanza.

Invitatorio

Salmo 94: Invitación a la alabanza divina

Ant: El Señor está cerca, venid, adorémosle.

Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.

-se repite la antífona

Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses:
tiene en su mano las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes;
suyo es el mar, porque él lo hizo,
la tierra firme que modelaron sus manos.

-se repite la antífona

Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.

-se repite la antífona

Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.

-se repite la antífona

Durante cuarenta años
aquella generación me asqueó, y dije:
"Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso."»

-se repite la antífona

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: El Señor está cerca, venid, adorémosle.

 
Himno

La pena que la tierra soportaba,
a causa del pecado, se ha trocado
en canto que brota jubiloso,
en labios de María pronunciado.

El sí de las promesas ha llegado,
la alianza se cumple, poderosa,
el Verbo eterno de los cielos
con nuestra débil carne se desposa.

Misterio que sólo la fe alcanza,
María es nuevo templo de la gloria,
rocío matinal, nube que pasa,
luz nueva en presencia misteriosa.

A Dios sea la gloria eternamente,
y al Hijo suyo amado, Jesucristo,
que quiso nacer para nosotros
y darnos su Espíritu divino. Amén.

Salmo 144-I: Himno a la grandeza de Dios

Ant: Mirad, viene ya el Rey excelso, con gran poder, para salvar a todos los pueblos. Aleluya.

Te ensalzaré, Dios mío, mi rey;
bendeciré tu nombre por siempre jamás.

Día tras día, te bendeciré
y alabaré tu nombre por siempre jamás.

Grande es el Señor, merece toda alabanza,
es incalculable su grandeza;
una generación pondera tus obras a la otra,
y le cuenta tus hazañas.

Alaban ellos la gloria de tu majestad,
y yo repito tus maravillas;
encarecen ellos tus temibles proezas,
y yo narro tus grandes acciones;
difunden la memoria de tu inmensa bondad,
y aclaman tus victorias.

El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: Mirad, viene ya el Rey excelso, con gran poder, para salvar a todos los pueblos. Aleluya.

Salmo 144-II:

Ant: Alégrate y goza, hija de Jerusalén: mira a tu Rey que viene; no temas, Sión, tu salvación está cerca.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas;

explicando tus hazañas a los hombres,
la gloria y majestad de tu reinado.
Tu reinado es un reinado perpetuo,
tu gobierno va de edad en edad.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: Alégrate y goza, hija de Jerusalén: mira a tu Rey que viene; no temas, Sión, tu salvación está cerca.

Salmo 144-III:

Ant: Salgamos con corazón limpio a recibir al Rey supremo, porque está para venir y no tardará.

El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan.

Los ojos de todos te están aguardando,
tú les das la comida a su tiempo;
abres tú la mano,
y sacias de favores a todo viviente.

El Señor es justo en todos sus caminos,
es bondadoso en todas sus acciones;
cerca está el Señor de los que lo invocan,
de los que lo invocan sinceramente.

Satisface los deseos de sus fieles,
escucha sus gritos, y los salva.
El Señor guarda a los que lo aman,
pero destruye a los malvados.

Pronuncie mi boca la alabanza del Señor,
todo viviente bendiga su santo nombre
por siempre jamás.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: Salgamos con corazón limpio a recibir al Rey supremo, porque está para venir y no tardará.

V/. El Señor anuncia su palabra a Jacob.

R/. Sus decretos y mandatos a Israel.

Lectura

V/. El Señor anuncia su palabra a Jacob.

R/. Sus decretos y mandatos a Israel.

La salvación de Israel por medio de Ciro


Is 45,1-13

Así dice el Señor a su Ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano: «Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán.

Yo iré delante de ti, allanándote los cerros; haré trizas las puertas de bronce, arrancaré los cerrojos de hierro, te daré los tesoros ocultos, los caudales escondidos. Así sabrás que yo soy el Señor, que te llamo por tu nombre, el Dios de Israel.

Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios. Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí.

Yo soy el Señor, y no hay otro: artífice de la luz, creador de las tinieblas, autor de la paz, creador de la desgracia; yo, el Señor, hago todo esto.

Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria; ábrase la tierra y brote la salvación, y con ella germine la justicia: yo, el Señor, lo he creado.»

¡Ay del que pleitea con su artífice, loza contra el alfarero! ¿Acaso dice la arcilla al artesano: «Qué estás haciendo», o: «Tu vasija no tiene asas»? ¡Ay del que le dice al padre: «¿Qué engendras?», o a la mujer: «¿Por qué te retuerces?»!

Así dice el Señor, el Santo de Israel, su artífice: «Y vosotros, ¿vais a pedirme cuentas de mis hijos? ¿Me vais a dar instrucciones sobre la obra de mis manos? Yo hice la tierra y creé sobre ella al hombre; mis propias manos desplegaron el cielo, y doy órdenes a su entero ejército. Yo le he suscitado para la victoria y allanaré todos sus caminos: él reconstruirá mi ciudad, libertará a mis deportados sin precio ni rescate», dice el Señor de los ejércitos.

R/. Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo. Ábrase la tierra y brote la salvación.


V/. Envía, Señor, al Cordero, soberano de la tierra, desde la Peña del desierto al Monte Sión.

R/. Ábrase la tierra y brote la salvación.

L. Patrística

El misterio de nuestra reconciliación
San León Magno, papa

Carta 28, a Flaviano,3-4 (PL 54,763-767)

La majestad asume la humildad, el poder la debilidad, la eternidad la mortalidad; y, para saldar la deuda contraída por nuestra condición pecadora, la naturaleza invulnerable se une a la naturaleza pasible; de este modo, como convenía para nuestro remedio, el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él, pudo ser a la vez mortal e inmortal, por la conjunción en él de esta doble condición.

El que es Dios verdadero nace como hombre verdadero, sin que falte nada a la integridad de su naturaleza humana, conservando la totalidad de la esencia que le es propia y asumiendo la totalidad de nuestra esencia humana. Y, al decir nuestra esencia humana, nos referimos a la que fue plasmada en nosotros por el Creador, y que él asume para restaurarla.

Esta naturaleza nuestra quedó viciada cuando el hombre se dejó engañar por el maligno, pero ningún vestigio de este vicio original hallamos en la naturaleza asumida por el Salvador. Él, en efecto, aunque hizo suya nuestra misma debilidad, no por esto se hizo partícipe de nuestros pecados.

Tomó la condición de esclavo, pero libre de la sordidez del pecado, ennobleciendo nuestra humanidad sin mermar su divinidad, porque aquel anonadamiento suyo -por el cual, él, que era invisible, se hizo visible, y él, que es el Creador y Señor de todas las cosas, quiso ser uno más entre los mortales- fue una dignación de su misericordia, no una falta de poder. Por tanto, el mismo que, permaneciendo en su condición divina, hizo al hombre es el mismo que se hace él mismo hombre, tomando la condición de esclavo.

Y, así, el Hijo de Dios hace su entrada en la bajeza de este mundo, bajando desde el trono celestial, sin dejar la gloria que tiene junto al Padre, siendo engendrado en un nuevo orden de cosas.

En un nuevo orden de cosas, porque el que era invisible por su naturaleza se hace visible en la nuestra, el que era inaccesible a nuestra mente quiso hacerse accesible el que existía antes del tiempo empezó a existir en el tiempo, el Señor de todo el universo, velando la inmensidad de su majestad, asume la condición de esclavo, el Dios impasible e inmortal se digna hacerse hombre pasible y sujeto a las leyes de la muerte.

El mismo que es Dios verdadero es también hombre verdadero, y en él, con toda verdad, se unen la pequeñez del hombre y la grandeza de Dios.

Ni Dios sufre cambio alguno con esta dignación de su piedad, ni el hombre queda destruido al ser elevado a esta dignidad. Cada una de las dos naturalezas realiza sus actos propios en comunión con la otra, a saber, la Palabra realiza lo que es propio de la Palabra, y la carne lo que es propio de la carne.

En cuanto que es la Palabra, brilla por sus milagros; en cuanto que es carne, sucumbe a las injurias. Y así cómo la Palabra retiene su gloria igual al Padre, así también su carne conserva la naturaleza propia de nuestra raza.

La misma y única persona, no nos cansaremos de repetirlo, es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente hijo del hombre. Es Dios, porque en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; es hombre, porque la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

R/. Mirad: la raíz de Jesé descenderá para salvar a los pueblos: la buscarán los gentiles. Y será glorioso su nombre.


V/. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre.

R/. Y será glorioso su nombre.



Pistas para la Lectio Divina

Autor: P. Fidel Oñoro, CJM
La identidad del que prepara el camino del Señor
Juan 1, 6-8.19-28
“Yo soy una voz que grita en el desierto”

Junto con María, la figura de Juan Bautista es emblemática en este tiempo del Adviento; para él el mayor gozo de su vida fue: “Que él (Jesús) crezca y que yo disminuya” (Jn 3,29-30). El domingo pasado, el comienzo del evangelio de Marcos nos relató su actividad de preparación del camino del Señor; en esta ocasión con el evangelio de Juan, entramos en su “vida interior”, en su identidad personal de cara al Mesías que viene. Para poder dar cuenta de “quién es Jesús” es necesario que sepamos también “quiénes somos” nosotros; mejor aún, el verdadero testimonio acerca de Jesús debe ir acompañado de un sano, realista y humilde conocimiento de sí mismo.

Dos partes de la primera página del evangelio de Juan están puestas a nuestra consideración, la primera es un párrafo del Himno-Prólogo (Jn 1,6-8) que retrata a Juan bautista como el “testigo de la luz”, y la segunda retoma la primera escena del evangelio en que Juan muestra cómo lleva a cabo dicho testimonio (Jn 1,19-28), ahí está subrayado el tema de la “identidad”.

1. El “Testigo”

La lectura nos invita a considerar primero un párrafo del Himno-Prólogo del Cuarto Evangelio (Jn 1,6-8). En este evangelio Juan, más que como bautista, es retratado como el “testigo del Cordero”, como el que reconoce a Jesús como el enviado del Padre y sobre quien reposa el Santo Espíritu. Esta figura del “testigo” es importante: un testigo es una persona que ha sido tocada por lo que ha visto y marcada por el encuentro que ha tenido. Nada de exhibición personal, ni de protagonismo o de auto-referencialidad. Lo que él lleva a ver es a otro y su tarea es conducir hacia ese otro, hacia Jesús, a quien todavía no conocen, y favorecer el comienzo de una relación personal de esas personas con Jesús.

Se ha dicho correctamente que “testimoniar es el arte de decir la verdad sobre sí mismo, sobre los otros y sobre la realidad” (L. Manicardi). Por tanto dar testimonio de Jesús, presentarlo a otras personas, requiere el descubrirse a sí mismo a fondo y en relación con él. La función del testigo es suscitar el sentido de una presencia diferente, la presencia de aquel que testimonia. Esto aparece al final, cuando Juan dice: “En medio de vosotros está uno a quien no conocen” (Jn 1,26-27).

2. ¿Cuál es tu identidad?

Apenas termina el prólogo del evangelio de Juan (Jn 1,1-18), la narración propiamente dicha comienza. En la primera escena no aparece Jesús sino Juan Bautista. A los ojos de las autoridades judías la presencia de Juan no había pasado desapercibida y en ciertos momentos causaba perplejidad y una cierta incomodidad, no sólo por sus palabras sino por su forma radical de vida. Lo mejor era salir de dudas y por eso “enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas” (v.19) a interrogarlo.

El texto nos deja entrever que lo que primero le preguntaron fue si él era el Mesías. La expectativa por la venida del Mesías era fuerte, por lo tanto la pregunta parecía muy lógica: ¿Cuál es tu identidad? ¿Quién eres tú? Tres veces le preguntan lo mismo.

A dicha pregunta Juan contestó categóricamente, o como dice el texto: “confesó y no negó”. Él dijo claramente: “Yo no soy el Mesías” (v. 20). Esta respuesta negativa es importante porque para declarar quiénes somos también tenemos que reconocer quiénes no somos. En el caso de Juan Bautista, él niega la identidad que otros le están proyectando. La clarificación sobre quién no es, le ayuda a encuadrar su lugar propio, a situarse frente a Jesús y también frente a sí mismo. Por otra parte, quien en el cuarto evangelio dice con propiedad la expresión “Yo soy”, connotando el nombre divino (cf. Ex 3,14), es Jesús.

Pero si no es el Mesías, ¿Quién es? Ellos insisten preguntándole si es Elías, uno de los profetas más significativos del pueblo de Israel. Elías había terminado sus días desapareciendo en un carro de fuego y el pueblo esperaba su regreso. Tampoco esta vez las autoridades judías tuvieron respuesta positiva. No les quedaba otra alternativa que preguntarle si era el “profeta que había de venir” según la expectativa de ellos. También esta vez la respuesta fue negativa. Entonces cambiaron la pregunta y le dijeron directamente: ¿Quién eres entonces? ¿Qué nos puedes decir de ti mismo? (v. 22). Ellos sentían la responsabilidad de llevar una respuesta a las autoridades que los habían mandado.

Ante la cascada de preguntas contestadas abiertamente por Juan y ante esta última en la cual lo interpelaban a él en primera persona, Juan responde cuatro preguntas:
1. ¿Quién es?
2. ¿Qué hace?
3. ¿En qué lugar?
4. ¿Qué dice?

La respuesta de Juan está calcada de la profecía de Isaías 40,3, pero con alguna ligera adaptación:

1: ¿Quién es? “Yo soy una voz”
2. ¿Qué hace? “Que grita”
3. ¿En qué lugar? “En el desierto”
4. ¿Qué dice? “Preparad un camino al Señor”.

Primero. Juan se autodefine como “una voz”. San Agustín comenta esta frase haciendo la distinción: “Yo soy la voz (Juan Bautista), Él (Jesús) es la Palabra”. “Yo soy la voz” se entiende, entonces, como mediador, como el canal que da paso a la Palabra. Es como si dijera: “Yo soy solamente una voz, una voz prestada a otro, el eco de una palabra que no es mía”.

Segundo. Se caracteriza como una “voz que grita” Alguien que interpela, que habla, que cuestiona, que no se calla. Es alguien que pretende hacerse sentir. No es una voz cualquiera, es una voz que se debe oír guste o no guste. Por esto es una voz que grita, Su mensaje no es para que se quede cautelosamente oculto en el silencio, o para que lo escuchen unos pocos. Cuando se grita lo que se desea es que muchos escuchen. No es una voz al oído.

Tercero. Juan continúa diciendo que es una voz que grita en el desierto. No sólo porque este es el ‘habitat’ escogido como espacio ideal para la “escucha” interior (como en Lc 1,80); no sólo porque se remite a la experiencia fundante de la fe de Israel; no sólo porque en la Biblia es paradigma de renovación; sino porque hay una llamada de atención: se hace desierto en los corazones cuando existe resistencia para que penetre Dios en ellos. Es ahí donde Dios quiere hablar fuerte. Juan predica a los corazones y en muchos corazones existe la sequedad y la aridez del desierto.

Cuarto. Fundamentalmente ¿cuál es el mensaje de Juan? ¿qué dice? Sus palabras son provocadoras y claras: “Preparad un camino al Señor”. Nuevamente sale a relucir claramente su misión como la vimos el domingo pasado: preparar y hacer preparar el camino al Señor.

Parece que no a todos los entrevistadores esto les haya quedado claro y hacen una última pregunta. Piden una explicación porque para ellos no es claro cómo que es bautiza, si él no es el Mesías ni el profeta. Juan les aclara que él bautiza sólo en agua, y termina, como diríamos periodísticamente, con “una chiva”: “Entre vosotros hay uno que no conocen y que viene después de mi”(v.26-27)

El evangelio no nos informa qué entendieron finalmente los enviados que escucharon estas respuestas de Juan, lo más probable es que haya sido muy poco. Pero quien puede ahora decir qué ha entendido somos nosotros los lectores.

3. Testimonio e identidad

Los dos puntos clave del evangelio de este domingo pueden ser leídos juntos en una lectura cristiana. La identidad cristiana (¿quién soy?) no es otra cosa que el testimonio que transparenta mi relación con Jesús. La identidad es relacional. Esto puede implicar el testimonio extremo, último y radical, de morir por Jesús, como fue el caso de Juan. Pero igualmente importante es ir hasta el día de la muerte siendo fiel a la amistad con Jesús, dando la vida voluntariamente por el amigo. Al respecto, decía el Padre de la Iglesia san Cipriano de Cartago que no se necesita ser asesinado para ser mártir, se puede ser “mártir” siendo testigo en vida diaria: “La corona de la gloria de su confesión se quitará de la cabeza de los mártires, si se descubre que ellos no la han adquirido con la fidelidad al Evangelio, la única que hace que los mártires sean mártires”.

Juan fue el primer testigo de Jesús, el Mesías que viene. La figura de Juan, los tonos y los rasgos de su ministerio de dar testimonio, es tema de meditación en este domingo. Como testigo, Juan no tiene luz propia, sino luz reflejada sobre él por al Palabra que es “la luz verdadera” que cuando viene al mundo “ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). Esto implica una actitud de despojo, de resistencia a toda tentación de mirarse a sí mismo y de vivir en permanente adoración de aquél que es “más grande”, que “ha pasado delante” (Jn 1,15).

La historia del arte lo ha retratado con una mano que hace un signo, un índice que hace que la mirada del espectador se dirija siempre hacia Jesús, el “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Él es el hombre de la vida interior que escucha la Palabra para poder ser “voz” de ella. Él es el amigo del novio que se goza dejándolo hablar y traspasándole el protagonismo. Él es imagen de una Iglesia que tiene en su centro al Señor pero que no lo sustituye.

Pues sí, en el centro siempre está Jesús, el desconocido que siempre hay que buscar, el “incógnito” que está ahí pero cuya presencia no reconocemos. Necesitamos de un Juan que nos lo indique; él lo señalará con la voz, nosotros lo veremos con el amor.

Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón.

1. ¿Por qué podemos afirmar que Juan tiene bien clara su propia identidad y misión?

2. ¿Qué claridad tengo yo de mi identidad y de mi misión en el mundo?

3. ¿En nuestra familia o comunidad, cómo podemos ayudarnos mutuamente a clarificar y a vivir nuestra propia identidad y misión?

4. ¿Cuál es el mensaje central de este tercer domingo de Adviento y de qué forma concreta nos prepara para la venida del Señor?

“El ministerio de Juan se cumple en el mundo hasta el día de hoy.
En todo aquel que está por entrar en la fe en Jesucristo, es necesario que primero venga a su corazón el espíritu y la fuerza de Juan para prepararle al Señor un hombre bien dispuesto y para allanar los caminos y enderezar las asperezas de su corazón” (Orígenes)

Adviento. Tercer domingo

LA ALEGRÍA DEL ADVIENTO


— Adviento: tiempo de alegría y de esperanza. La alegría es estar cerca de Jesús; la tristeza, perderle.

— La alegría del cristiano. Su fundamento.

— Llevar alegría a los demás. Es imprescindible en toda labor de apostolado.

I. La liturgia de la Misa de este domingo nos trae la recomendación repetida que hace San Pablo a los primeros cristianos de Filipos: Estad siempre alegres en el Señor, de nuevo os lo repito, alegraos1 y a continuación el Apóstol da la razón fundamental de esta alegría profunda: el Señor está cerca.

Es también la alegría del Adviento y la de cada día: Jesús está muy cerca de nosotros. Está cada vez más cerca. Y San Pablo nos da también la clave para entender el origen de nuestras tristezas: nuestro alejamiento de Dios, por nuestros pecados o por la tibieza.

El Señor llega siempre a nosotros en la alegría y no en la aflicción. «Sus misterios son todos misterios de alegría; los misterios dolorosos los hemos provocado nosotros»2.

Alégrate, llena de gracia, porque el Señor está contigo3, le dice el Ángel a María. Es la proximidad de Dios la causa de la alegría en la Virgen. Y el Bautista, no nacido aún, manifestará su gozo en el seno de Isabel ante la proximidad del Mesías4. Y a los pastores les dirá el Ángel: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador...5. La Alegría es tener a Jesús, la tristeza es perderle.

La gente seguía al Señor y los niños se le acercaban (los niños no se acercan a las personas tristes), y todos se alegraban viendo las maravillas que hacía6.

Después de los días de oscuridad que siguieron a la Pasión, Jesús resucitado se aparecerá a sus discípulos en diversas ocasiones. Y el Evangelista irá señalando una y otra vez que los Apóstoles se alegraron viendo al Señor7. Ellos no olvidarán jamás aquellos encuentros en los que sus almas experimentaron un gozo indescriptible.

Alegraos, nos dice hoy San Pablo. Y tenemos motivos suficientes. Es más, poseemos el único motivo: El Señor está cerca. Podemos aproximarnos a Él cuanto queramos. Dentro de pocos días habrá llegado la Navidad, nuestra fiesta, la de los cristianos, y la de la humanidad, que sin saberlo está buscando a Cristo. Llegará la Navidad y Dios nos espera alegres, como los pastores, como los Magos, como José y María.

Nosotros podremos estar alegres si el Señor está verdaderamente presente en nuestra vida, si no lo hemos perdido, si no se han empañado nuestros ojos por la tibieza o la falta de generosidad. Cuando para encontrar la felicidad se ensayan otros caminos fuera del que lleva a Dios, al final solo se halla infelicidad y tristeza. La experiencia de todos los que, de una forma o de otra, volvieron la cara hacia otro lado (donde no estaba Dios), ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay alegría verdadera. No puede haberla.

Encontrar a Cristo, y volverlo a encontrar, supone una alegría profunda siempre nueva.

II. Exulta, cielo, alégrate, tierra, romped a cantar, montañas, porque vendrá nuestro Señor8. En sus días florecerá la justicia y la paz9.

El cristiano debe ser un hombre esencialmente alegre. Sin embargo, la nuestra no es una alegría cualquiera, es la alegría de Cristo, que trae la justicia y la paz, y solo Él puede darla y conservarla, porque el mundo no posee su secreto.

La alegría del mundo la proporciona lo que enajena..., nace precisamente cuando el hombre logra escapar de sí mismo, cuando mira hacia fuera, cuando logra desviar la mirada del mundo interior, que produce soledad porque es mirar al vacío. El cristiano lleva su gozo en sí mismo, porque encuentra a Dios en su alma en gracia. Esta es la fuente permanente de su alegría.

No nos es difícil imaginar a la Virgen, en estos días de Adviento, radiante de alegría con el Hijo de Dios en su seno.

La alegría del mundo es pobre y pasajera. La alegría del cristiano es profunda y capaz de subsistir en medio de las dificultades. Es compatible con el dolor, con la enfermedad, con los fracasos y las contradicciones. Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar10, ha prometido el Señor. Nada ni nadie nos arrebatará esa paz gozosa, si no nos separamos de su fuente.

Tener la certeza de que Dios es nuestro Padre y quiere lo mejor para nosotros nos lleva a una confianza serena y alegre, también ante la dureza, en ocasiones, de lo inesperado. En esos momentos que un hombre sin fe consideraría como golpes fatales y sin sentido, el cristiano descubre al Señor y, con Él, un bien mucho más alto. «¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz»11. «¿Qué te pasa?», nos pregunta. Y le miramos y ya no nos pasa nada. Junto a Él recuperamos la paz y la alegría.

Tendremos dificultades, como las han tenido todos los hombres, pero estas contrariedades –grandes o pequeñas– no nos quitan la alegría. La dificultad es algo ordinario con lo que debemos contar, y nuestra alegría no puede esperar épocas sin contrariedades, sin tentaciones y sin dolor. Es más, sin los obstáculos que encontramos en nuestra vida no habría posibilidad de crecer en las virtudes.

El fundamento de nuestra alegría debe ser firme. No se puede apoyar exclusivamente en cosas pasajeras: noticias agradables, salud, tranquilidad, desahogo económico para sacar la familia adelante, abundancia de medios materiales, etcétera, cosas todas buenas, si no están desligadas de Dios, pero por sí mismas insuficientes para proporcionarnos la verdadera alegría.

El Señor nos pide estar alegres siempre. Cada uno mire cómo edifica, que en cuanto al fundamento, nadie puede tener otro sino el que está puesto, Jesucristo12. Solo Él es capaz de sostenerlo todo en nuestra vida. No hay tristeza que Él no pueda curar: no temas, ten solo fe13, nos dice. Él cuenta con todas las situaciones por las que ha de pasar nuestra vida, y también con aquellas que son resultado de nuestra insensatez y de nuestra falta de santidad. Para todos tiene remedio.

En muchas ocasiones, como en este rato de oración, será necesario que nos dirijamos a Él en un diálogo íntimo y profundo ante el Sagrario; y que abramos nuestra alma en la Confesión, en la dirección espiritual personal. Allí encontraremos la fuente de la alegría, y nuestro agradecimiento se manifestará en mayor fe, en una crecida esperanza, que aleje toda tristeza, y en preocupación por los demás.

Dentro de poco, de muy poco, el que viene llegará. Espera, porque ha de llegar sin retrasarse14, y con Él llega la paz y la alegría; con Jesús encontramos el sentido a nuestra vida.

III. Un alma triste está a merced de muchas tentaciones. ¡Cuántos pecados se han cometido a la sombra de la tristeza! Cuando el alma está alegre se vierte hacia afuera y es estímulo para los demás; la tristeza oscurece el ambiente y hace daño. La tristeza nace del egoísmo de pensar en uno mismo con olvido de los demás, de la indolencia ante el trabajo, de la falta de mortificación, de la búsqueda de compensaciones, del descuido en el trato con Dios.

El olvido de uno mismo, el no andar excesivamente preocupados en las propias cosas es condición imprescindible para poder conocer a Cristo, objeto de nuestra alegría, y para poder servirle. Quien anda excesivamente preocupado de sí mismo difícilmente encontrará el gozo de la apertura hacia Dios y hacia los demás.

Y para alcanzar a Dios y crecer en la virtud debemos estar alegres.

Por otra parte, con el cumplimiento alegre de nuestros deberes podemos hacer mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a Dios. Recomendaba San Pablo a los primeros cristianos: Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo15. Y frecuentemente, para hacer la vida más amable a los demás, basta con esas pequeñas alegrías que, aunque de poco relieve, muestran con claridad que los consideramos y apreciamos: una sonrisa, una palabra cordial, un pequeño elogio, evitar tragedias por cosas de poca importancia que debemos dejar pasar y olvidar. Así contribuimos a hacer más llevadera la vida a las personas que nos rodean. Esa es una de las grandes misiones del cristiano: llevar alegría a un mundo que está triste porque se va alejando de Dios.

En muchas ocasiones el regato lleva a la fuente. Esas muestras de alegría conducirán a quienes nos tratan habitualmente a la fuente de toda alegría verdadera, a Cristo nuestro Señor.

Preparemos la Navidad junto a Santa María. Procuremos también prepararla en nuestro ambiente, fomentando un clima de paz cristiana, y brindemos muchas pequeñas alegrías y muestras de afecto a quienes nos rodean. Los hombres necesitan pruebas de que Cristo ha nacido en Belén, y pocas pruebas hay tan convincentes como la alegría habitual del cristiano, también cuando lleguen el dolor y las contradicciones. La Virgen las tuvo abundantes al llegar a Belén, cansada de tan largo viaje, y al no encontrar lugar digno donde naciera su Hijo; pero esos problemas no le hicieron perder la alegría de que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros.

Te Deum


A ti, oh Dios, te alabamos,
a ti, Señor, te reconocemos.

A ti, eterno Padre,
te venera toda la creación.

Los ángeles todos, los cielos
y todas las potestades te honran.

Los querubines y serafines
te cantan sin cesar:

Santo, Santo, Santo es el Señor,
Dios del universo.

Los cielos y la tierra
están llenos de la majestad de tu gloria.

A ti te ensalza
el glorioso coro de los apóstoles,
la multitud admirable de los profetas,
el blanco ejército de los mártires.

A ti la Iglesia santa,
extendida por toda la tierra,
te proclama:

Padre de inmensa majestad,
Hijo único y verdadero, digno de adoración,
Espíritu Santo, Defensor.

Tú eres el Rey de la gloria, Cristo.

Tú eres el Hijo único del Padre.

Tú, para liberar al hombre,
aceptaste la condición humana
sin desdeñar el seno de la Virgen.

Tú, rotas las cadenas de la muerte,
abriste a los creyentes el reino del cielo.

Tú te sientas a la derecha de Dios
en la gloria del Padre.

Creemos que un día
has de venir como juez.

Te rogamos, pues,
que vengas en ayuda de tus siervos,
a quienes redimiste con tu preciosa sangre.

Haz que en la gloria eterna
nos asociemos a tus santos.

(lo que sigue puede omitirse)

Salva a tu pueblo, Señor,
y bendice tu heredad.

Sé su pastor
y ensálzalo eternamente.

Día tras día te bendecimos
y alabamos tu nombre para siempre,
por eternidad de eternidades.

Dígnate, Señor, en este día
guardarnos del pecado.

Ten piedad de nosotros, Señor,
ten piedad de nosotros.

Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.

En ti, Señor, confié,
no me veré defraudado para siempre.

Oremos:

Estás viendo, Señor, cómo tu pueblo espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo; concédenos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

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