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lunes, 15 de enero de 2024

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Pistas para la Lectio Divina

PAPA FRANCISCO
MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE
Odres nuevos
Lunes 18 de enero de 2016

Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 3, viernes 22 de enero de 2016

El cristiano que se esconde detrás del «siempre se ha hecho así...» comete pecado, convirtiéndose en idólatra y rebelde y viviendo una «vida parcheada, a medias», porque cierra su corazón a las «novedades del Espíritu Santo». El Papa Francisco, en la misa celebrada el lunes 18 de enero por la mañana en la capilla de la Casa Santa Marta, invitó a dejar espacio a las «sorpresas de Dios» y a liberarse de las «costumbres».

En la primera lectura, tomada del primer libro de Samuel (15, 16-23), «hemos escuchado —señaló el Papa— como el rey Saúl es rechazado por Dios por no obedecerle: el Señor le dijo que iba a vencer la batalla, en la guerra y que debía exterminarlo todo». Pero Saúl «no obedeció».

«Cuando el profeta reprochó a Saúl esto y después lo rechazó en nombre de Dios como rey de Israel, él —continua el pasaje— ofrece una explicación: “El pueblo ha dejado con vida lo más selecto de las ovejas y las vacas, para ofrecerlo en sacrificio al Señor”».

«Es una cosa buena hacer un sacrificio —explicó Francisco— pero el Señor había ordenado, había dado el mandato de hacer otra cosa». Y entonces Samuel dice a Saúl: «¿Le complacen al Señor los sacrificios y holocaustos tanto como obedecer su voz?». Por lo tanto, afirmó el Papa «la obediencia va más allá» y supera también las palabras de justificación de Saúl: «He escuchado al pueblo y el pueblo me ha dicho: ¡siempre se ha hecho así! Las cosas de más valor se ofrecerán al Señor, tanto en el templo como para los sacrificios. ¡Siempre se ha hecho así!».

De esta forma «el rey que quería cambiar este “siempre se ha hecho así...”, dijo a Samuel: “Tuve miedo del pueblo”». Saúl «tuvo miedo» y por esto «dejó que la vida continuase contra la voluntad del Señor». El mismo comportamiento —prosiguió el Papa refiriéndose al pasaje litúrgico de san Marcos (2, 18-22)— nos lo enseña Jesús en el Evangelio, cuando los doctores de la ley le reprochan que lo discípulos no ayunasen: “Siempre se ha hecho así, ¿por qué los tuyos no ayunan?”. Y Jesús respondió con este principio de vida: “Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza del manto —lo nuevo de los viejo— y deja un roto peor. Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino revienta los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos».

En esencia, afirmó Francisco, «¿qué significa esto: que cambia la ley? ¡No!». Significa, más bien, que «la ley está al servicio del hombre, que está al servicio de Dios, y para esto el hombre tiene que tener el corazón abierto». La actitud de los que dicen: «Siempre se ha hecho así ...» en realidad nace de «un corazón cerrado». En cambio, «Jesús nos dijo: “Voy a enviar al Espíritu Santo y él os conducirá a la verdad plena”». Por lo tanto, «si tú tienes el corazón cerrado a la novedad del Espíritu, nunca llegarás a la verdad plena». Y «tu vida cristiana será una vida a medias, parcheada, remendada de cosas nuevas, pero sobre una estructura que no está abierta a la voz del Señor: un corazón cerrado, porque no eres capaz de cambiar los odres».

Precisamente «esto —explicó el Pontífice— fue el pecado del rey Saúl, por el cual fue rechazado». Y también es «el pecado de muchos cristianos que se aferran a lo que siempre se ha hecho y no dejan cambiar los odres». Terminando así por vivir «una vida a medias, parcheada, remendada, sin sentido».

Pero «¿por qué sucede esto? ¿por qué es tan grave? ¿por qué el Señor rechaza a Saúl y luego elije a otro rey?». La respuesta la da Samuel cuando «explica lo que es un corazón cerrado, un corazón que no escucha la voz del Señor, que no está abierto a la novedad del Señor, al Espíritu que siempre nos sorprende». Quien tiene un corazón así, dice Samuel, «es un pecador». Se lee en el pasaje bíblico: «Sí, el pecado de adivinación es la rebeldía, es culpa y terafim —es decir idolatría— la obstinación». De aquí que, afirmó Francisco, «los cristianos obstinados en el “siempre se ha hecho así, este es el camino, este es la vía”, pecan: pecan de adivinación»: es «como si fuesen al quiromante». Así que al final resulta «más importante aquello que se dijo y que no cambia; lo que siento —dentro de mí y de mi corazón cerrado— que la palabra del Señor». Y esto «es también pecado de idolatría: la obstinación. El cristiano que se obstina, peca, peca de idolatría». Frente a esta verdad, la pregunta que debemos hacernos es: «¿Cuál es el camino?». Francisco sugirió «abrir el corazón al Espíritu Santo, discernir cuál es la voluntad de Dios». Es verdad que «siempre, después de las batallas, el pueblo tomaba todo para los sacrificios al Señor, también para su propia beneficio, incluso las joyas para el templo». Y «era costumbre en la época de Jesús, que los buenos israelitas ayunaran». Pero, explicó, «hay otra realidad: está el Espíritu Santo que nos conduce a la verdad plena». Pero «para esto necesita de corazones abiertos, corazones que no se obstinan en el pecado de la idolatría de sí mismos», que consideran que «es más importante lo que pienso» que «la sorpresa del Espíritu Santo».

Y «esto —comentó el Papa— es el mensaje que hoy nos da la Iglesia; y que Jesús dice con tanta fuerza: “¡Vino nuevo en odres nuevos!”». Porque, repitió, «ante las novedades del Espíritu, ante las sorpresas de Dios, también las costumbres deben renovarse». Antes de continuar la celebración, Francisco dijo que espera «que el Señor nos dé la gracia de un corazón abierto, un corazón abierto a la voz del Espíritu, que sepa discernir lo que nunca debe cambiar, porque es fundamento, de aquello que tiene que cambiar para poder recibir la novedad del Espíritu Santo».

2ª semana. Lunes

SANTIDAD DE LA IGLESIA


— La Iglesia es santa y produce frutos de santidad.

— Santidad de la Iglesia y miembros pecadores.

— Ser buenos hijos de la Iglesia.

I. El Antiguo Testamento, de mil formas diferentes, anuncia y prefigura todo lo que tiene lugar en el Nuevo. Y este es plenitud y cumplimiento de aquel. Cristo muestra el contraste entre el espíritu que Él trae y el del judaísmo de su época. Este espíritu nuevo no será como una pieza añadida a lo viejo, sino un principio pleno y definitivo que sustituye las realidades provisionales e imperfectas de la antigua Revelación. La novedad del mensaje de Cristo, su plenitud, como un vino nuevo, no cabe ya en los moldes de la Antigua Ley. Nadie echa vino nuevo en odres viejos...1.

Quienes le escuchan entienden bien las imágenes que emplea el Señor para hablar del Reino de los Cielos. Nadie debe cometer el error de remendar un vestido viejo con un trozo de tela nueva, porque el paño nuevo encogerá al mojarse, desgarrando aún más el vestido viejo y pasado, con lo que se perderían los dos al mismo tiempo.

La Iglesia es el vestido nuevo, sin roturas; es la vasija nueva preparada para recibir el espíritu de Cristo, que llevará generosamente hasta los confines del mundo, y mientras existan hombres sobre la tierra, el mensaje y la fuerza salvífica de su Señor.

Con la Ascensión se cierra una etapa de la Revelación, y comienza en Pentecostés el tiempo de la Iglesia2, Cuerpo Místico de Cristo, que continúa la acción santificadora de Jesús, principalmente a través de los sacramentos, y nos consigue abundantes gracias por su intercesión, a través también de los sacramentos y de los ritos externos que Ella ha instituido: las bendiciones, el agua bendita...; su doctrina ilumina nuestra inteligencia, nos da a conocer al Señor, nos permite tratarlo y amarlo. Por eso, nuestra Madre la Iglesia jamás ha transigido con el error en la doctrina de fe, con la verdad parcial o deformada; se ha mantenido siempre vigilante para mantener la fe en toda su pureza, y la ha enseñado por el mundo entero. Gracias a su indefectible fidelidad, por la asistencia del Espíritu Santo, podemos nosotros conocer la doctrina que enseñó Jesucristo, y en su mismo sentido, sin cambio ni variación alguna. Desde los días de Pentecostés hasta hoy, se sigue escuchando la voz de Cristo.

Todo árbol bueno produce buenos frutos3, y la Iglesia da frutos de santidad4. Desde los primeros cristianos, que se llamaron entre sí santos, hasta nuestros días, han resplandecido los santos de toda edad, raza y condición. La santidad no está de ordinario en cosas llamativas, no hace ruido, es sobrenatural; pero trasciende enseguida, porque la caridad, que es la esencia de la santidad, tiene manifestaciones externas: en el modo de vivir todas las virtudes, en la forma de realizar el trabajo, en el afán apostólico... «Mirad cómo se aman», decían de los primeros cristianos5; y los habitantes de Jerusalén los contemplaban con admiración y respeto, porque advertían los signos de la acción del Espíritu Santo en ellos6.

Hoy, en este rato de oración y durante el día, podemos dar gracias al Señor por tantos bienes como hemos recibido a través de nuestra Madre la Iglesia. Son dones impagables. ¿Qué sería de nuestra vida sin esos medios de santificación que son los sacramentos? ¿Cómo podríamos conocer la Palabra de Jesús –¡palabras de vida eterna!– y sus enseñanzas si no hubieran sido guardadas con tanta fidelidad?

II. Desde el mismo momento de su fundación, el Señor ha tenido en su Iglesia un pueblo santo, lleno de buenas obras7. Puede afirmarse que en todos los tiempos «la Iglesia de Dios, sin dejar de ofrecer nunca a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo»8. Santidad en su Cabeza, Cristo, y santidad en muchos de sus miembros también. Santidad por la práctica ejemplar de las virtudes humanas y las sobrenaturales. Santidad heroica es la de aquellos que «son de carne, pero no viven según la carne. Habitan en la tierra, pero su patria es el Cielo... Aman a los otros y los otros los persiguen. Se les calumnia y ellos bendicen. Se les injuria y ellos honran a sus detractores... Su actitud (...) es una manifestación del poder de Dios»9. Son innumerables los fieles que han vivido su fe heroicamente: todos están en el Cielo, aunque la Iglesia haya canonizado solo a unos pocos. Son también incontables, aquí en la tierra, las madres de familia que, llenas de fe, sacan adelante a su familia, con generosidad, sin pensar en ellas mismas; trabajadores de todas las profesiones que santifican su trabajo; estudiantes que realizan un apostolado eficaz y saben ir con alegría contra corriente; y tantos enfermos que ofrecen sus vidas en el hogar o en un hospital por sus hermanos en la fe, con gozo y paz...

Esta santidad radiante de la Iglesia queda velada en ocasiones por las miserias personales de los hombres que la componen. Aunque, por otra parte, esas mismas deslealtades y flaquezas contribuyen a manifestar, por contraste, como las sombras de un cuadro realzan la luz y los colores, la presencia santificadora del Espíritu Santo, que la sostiene limpia en medio de tantas debilidades.

Nadie echa vino nuevo en odres viejos: el licor divino de las enseñanzas del Señor, de la vida que nos ha dispensado al traernos a su Iglesia, se ha de contener en nuestra alma, un recipiente que debe ser digno, pero que es defectible, que puede fallar. Con fe y con amor entendemos que la Iglesia sea santa y que sus miembros tengan defectos, sean pecadores. En Ella «están reunidos buenos y malos. Está formada por diversidad de hijos, porque a todos engendra en la fe; pero de tal modo que no a todos, por culpa de ellos, logra conducir a la libertad de la gracia mediante la renovación de sus vidas»10. La misma Iglesia está constituida por hombres que alcanzaron ya su destino eterno –los santos del Cielo–, por otros que purgan en espera del premio definitivo, y también por los que aquí en la tierra han de luchar con sus defectos y malas inclinaciones para ser fieles a Cristo. No es razonable –y va contra la fe y contra la justicia– juzgar a la Iglesia por la conducta de algunos miembros suyos que no saben corresponder a la llamada de Dios; es una deformación grave e injusta, que olvida la entrega de Cristo, que amó a su Iglesia y se sacrificó por ella, para santificarla, limpiándola en el bautismo del agua, a fin de hacerla comparecer delante de Él llena de gloria, sin arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada11. No olvidemos a Santa María, a San José, a tantos mártires y santos; tengamos siempre presente la santidad de la doctrina y del culto y de los sacramentos y de la moral de la Iglesia; consideremos frecuentemente las virtudes cristianas y las obras de misericordia, que adornan y adornarán siempre la vida de tantos cristianos... Esto nos moverá a portarnos siempre como buenos hijos de la Iglesia, a amarla más y más, a rezar por aquellos hermanos nuestros que más lo necesitan.

III. La Iglesia no deja de ser santa por las debilidades de sus hijos, que son siempre estrictamente personales, aunque estas faltas tengan mucha influencia en el resto de sus hermanos. Por eso, un buen hijo no tolera los insultos a su Madre, ni que le achaquen defectos que no tiene, que la critiquen y maltraten.

Por otra parte, incluso en aquellos tiempos en que el verdadero rostro ha estado velado por la infidelidad de muchos que deberían haber sido fieles y cuando solo aparecen vidas de muy escasa piedad, en esos momentos –quizá ocultas a la mirada de las gentes– existen almas santas y heroicas. Aun en las épocas más oscurecidas por el materialismo, la sensualidad y el deseo de bienestar, hay hombres y mujeres fieles que en medio de sus quehaceres son la alegría de Dios en el mundo.

La Iglesia es Madre: su misión es la de «engendrar hijos, educarlos y regirlos, guiando con materno cuidado la vida de los individuos y los pueblos»12. Ella –santa y madre de todos nosotros13– nos proporciona todos los medios para adquirir la santidad. Nadie puede llegar a ser buen hijo de Dios si no vive con amor y piedad estos medios de santificación, porque «no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre»14. De aquí que no se concibe un gran amor a Dios sin un gran amor a la Iglesia.

Como el amor a Dios brota del amor que Él nos tiene –Él nos amó primero a nosotros15–, el amor a la Iglesia ha de nacer del agradecimiento por los medios que nos brinda para que alcancemos la santidad. Le debemos amor por el sacerdocio, por los sacramentos todos –y de modo muy particular por la Sagrada Eucaristía–, por la liturgia, por el tesoro de la fe que ha guardado fielmente a lo largo de los siglos... La miramos nosotros con ojos de fe y de amor, y la vemos santa, limpísima, sin arruga.

Si la Iglesia, por voluntad de Jesucristo, es Madre –una buena madre–, tengamos nosotros la actitud de unos buenos hijos. No permitamos que se la trate como si fuera una sociedad humana, olvidando el misterio profundo que en Ella se encierra; no queramos escuchar críticas contra sacerdotes, obispos... Y cuando veamos errores y defectos de quienes quizá tenían que ser más ejemplares, sepamos disculpar, resaltar otros aspectos positivos de esas personas, recemos por ellos... y, en su caso, ayudémosles con la corrección fraterna, si nos es posible. «Amor con amor se paga», un amor con obras, que sea notorio, por quienes habitualmente nos conocen y tratan.

Terminamos nuestra oración invocando a Santa María, Mater Ecclesiae, Madre de la Iglesia, para que nos enseñe a amarla cada día más.

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