Custodia

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Saludo

Bendición

martes, 19 de septiembre de 2023

Laudes, lecturas y reflexiones +

 



V. Dios mío, ven en mi auxilio.
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. (Aleluya).

HIMNO

Estáte, Señor, conmigo
siempre, sin jamás partirte,
y cuando decidas irte,
llévame, Señor, contigo;
porque el pensar que te irás
me causa un terrible miedo
de si yo sin ti me quedo,
de si tú sin mí te vas.

Llévame en tu compañía
donde tú vayas, Jesús,
porque bien sé que eres tú
la vida del alma mía;
si tú vida no me das
yo sé que vivir no puedo,
ni si yo sin ti me quedo,
ni si tú sin mí te vas.

Por eso, más que a la muerte
temo, Señor, tu partida,
y quiero perder la vida
mil veces más que perderte;
pues la inmortal que tú das,
sé que alcanzarla no puedo,
cuando yo sin ti me quedo,
cuando tú sin mí te vas. Amén.

SALMODIA

Ant. 1. Para ti es mi música, Señor; voy a explicar el camino perfecto.

Salmo 100

PROPÓSITO DE UN PRÍNCIPE JUSTO
Si me amáis, guardaréis mis mandatos. (Jn 14, 15)

Voy a cantar la bondad y la justicia,
para ti es mi música, Señor;
voy a explicar el camino perfecto:
¿Cuándo vendrás a mí?

Andaré con rectitud de corazón
dentro de mi casa;
no pondré mis ojos
en intenciones viles.

Aborrezco al que obra mal,
no se juntará conmigo;
lejos de mí el corazón torcido,
no aprobaré al malvado.

Al que en secreto difama a su prójimo
lo haré callar;
ojos engreídos, corazones arrogantes
no los soportaré.

Pongo mis ojos en los que son leales,
ellos vivirán conmigo;
el que sigue un camino perfecto,
ése me servirá.

No habitará en mi casa
quien comete fraudes;
el que dice mentiras
no durará en mi presencia.

Cada mañana haré callar
a los hombres malvados,
para excluir de la ciudad del Señor
a todos los malhechores.

Ant. Para ti es mi música, Señor; voy a explicar el camino perfecto.

Ant. 2. No nos desampares, Señor, para siempre.

Cántico Dn 3, 26-27. 29. 34-41

ORACIÓN DE AZARÍAS EN EL HORNO
Arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados. (Hch 3, 19)

Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres,
digno de alabanza y glorioso es tu nombre.

Porque eres justo en cuanto has hecho con nosotros
y todas tus obras son verdad,
y rectos tus caminos,
y justos todos tus juicios.

Hemos pecado y cometido iniquidad
apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido.
Por el honor de tu nombre,
no nos desampares para siempre,
no rompas tu alianza,
no apartes de nosotros tu misericordia.

Por Abraham, tu amigo,
por Isaac, tu siervo,
por Israel, tu consagrado,
a quienes prometiste
multiplicar su descendencia
como las estrellas del cielo,
como la arena de las playas marinas.

Pero ahora, Señor, somos el más pequeño
de todos los pueblos;
hoy estamos humillados por toda la tierra
a causa de nuestros pecados.

En este momento no tenemos príncipes,
ni profetas, ni jefes;
ni holocausto, ni sacrificios,
ni ofrendas, ni incienso;
ni un sitio donde ofrecerte primicias,
para alcanzar misericordia.

Por eso, acepta nuestro corazón contrito,
y nuestro espíritu humilde,
como un holocausto de carneros y toros
o una multitud de corderos cebados;

que éste sea hoy nuestro sacrificio,
y que sea agradable en tu presencia:
porque los que en ti confían
no quedan defraudados.

Ahora te seguimos de todo corazón,
te respetamos y buscamos tu rostro.

Ant. No nos desampares, Señor, para siempre.

Ant. 3. Te cantaré, Dios mío, un cántico nuevo.

Salmo 143, 1-10

ORACIÓN POR LA VICTORIA Y POR LA PAZ
Todo lo puedo en aquel que me conforta. (Flp 4, 13)

Bendito el Señor, mi Roca,
que adiestra mis manos para el combate,
mis dedos para la pelea;

mi bienhechor, mi alcázar,
baluarte donde me pongo a salvo,
mi escudo y mi refugio,
que me somete los pueblos.

Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?
¿Qué los hijos de Adán para que pienses en ellos?
El hombre es igual que un soplo;
sus días, una sombra que pasa.

Señor, inclina tu cielo y desciende,
toca los montes, y echarán humo,
fulmina el rayo y dispérsalos,
dispara tus saetas y desbarátalos.

Extiende la mano desde arriba:
defiéndeme, líbrame de las aguas caudalosas,
de la mano de los extranjeros,
cuya boca dice falsedades,
cuya diestra jura en falso.

Dios mío, te cantaré un cántico nuevo,
tocaré para ti el arpa de diez cuerdas:
para ti que das la victoria a los reyes,
y salvas a David, tu siervo.

Ant. Te cantaré, Dios mío, un cántico nuevo.

LECTURA BREVE Is 55, 1

Oíd, sedientos todos, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar: vino y leche de balde.

Primera lectura

1Tm 3, 1-13

Conviene que el obispo sea irreprochable; asÍmismo los diáconos, que guarden el misterio de la fe con la conciencia pura

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo.

QUERIDO hermano:
Es palabra digna de crédito que, si alguno aspira al episcopado, desea una hermosa tarea.  Pues conviene que el obispo sea irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, sensato, ordenado, hospitalario, hábil para enseñar,  no dado al vino ni amigo de reyertas, sino comprensivo; que no sea agresivo ni amigo del dinero;  que gobierne bien su propia casa y se haga obedecer de sus hijos con todo respeto.  Pues si uno no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la Iglesia de Dios?  Que no sea alguien recién convertido a la fe, por si se le sube a la cabeza y es condenado lo mismo que el diablo. Conviene además que tenga buena fama entre los de fuera, para que no caiga en descrédito ni en el lazo del diablo.
En cuanto a los diáconos, sean asimismo respetables, sin doble lenguaje, no aficionados al mucho vino ni dados a negocios sucios;  que guarden el misterio de la fe con la conciencia pura.  Tienen que ser probados primero y, cuando se vea que son intachables, que ejerzan el ministerio. Las mujeres, igualmente, que sean respetables, no calumniadoras, sobrias, fieles en todo. Los diáconos sean maridos de una sola mujer, que gobiernen bien a sus hijos y sus propias casas.  Porque quienes ejercen bien el ministerio logran buena reputación y mucha confianza en lo referente a la fe que se funda en Cristo Jesús.

Palabra de Dios.

Salmo

Sal 101(100), 1-2ab.2cd-3ab.5.6 (R. 2c)

R. Andaré con rectitud de corazón.

V. Voy a cantar la bondad y la justicia,
para ti es mi música, Señor;
voy a explicar el camino perfecto:
¿cuándo vendrás a mí? R.

V. Andaré con rectitud de corazón
dentro de mi casa;
 no pondré mis ojos
en intenciones viles.
Aborrezco al que obra mal. R.

V. Al que en secreto difama a su prójimo
lo haré callar;
ojos engreídos, corazones arrogantes
no los soportaré. R.

V. Pongo mis ojos en los que son leales,
ellos vivirán conmigo;
el que sigue un camino perfecto,
ese me servirá. R.

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo. R.

Evangelio

Lc 7, 11-17

¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo,  iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.  Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: «No llores». Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre.  Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo».  Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.

Palabra del Señor.


Pistas para la Lectio Divina

Lucas 7, 11-17:
La procesión de la muerte y la procesión de la vida. “Al verla, el Señor tuvo compasión de ella”
Autor: Padre Fidel Oñoro CJM
Fuente: Centro Bíblico Pastoral para la America Latina (CEBIPAL) del CELAM

El relato de la resurrección del hijo de la viuda de Naím nos presenta uno de los encuentros más bellos de Jesús con el mundo del dolor y la muerte.

El efecto de la narración se siente desde las dos primeras líneas donde, en la puerta de la ciudad, el evangelista describe el encuentro de dos procesiones: 

(1) La procesión de la vida: encabezada por Jesús y seguida por los discípulos y una gran muchedumbre (7,11). Esta procesión festiva está a punto de entrar a la ciudad con la buena nueva de la vida.

(2) La procesión de la muerte: encabezada por un joven muerto, seguida por su madre y luego por otra muchedumbre de la ciudad que se ha solidarizado con la madre. Esta procesión triste esta saliendo de la ciudad (7,12)

Veamos lo que sucede.

1. El punto de partida

La procesión de la vida ha comenzado en Cafarnaún, donde el criado de un centurión fue sanado de su fiebre mortal por el poder de la Palabra de Jesús. 

Por su parte, la procesión de la muerte se inicia en el corazón de la ciudad de Naím; pero en realidad comienza en un lugar existencial más hondo: en la derrota de la muerte, después del sufrimiento extremo, inexplicable y suscita preguntas profundas sobre la razón de vivir:

El evangelio no vacila al colocarnos frente a la cruel realidad:

(1) La muerte de una persona joven: una historia truncada en el momento de mayor vitalidad.

(2) La soledad total de una madre: quien ya era viuda y además pierde lo único que le queda en la vida para su apoyo afectivo y aún económico.

2. El encuentro con el Señor de la Vida

Pero la pérdida del hijo querido es transformada por la buena nueva de Jesús, quien se lo ofrece como don a su madre: “Y se lo dio a su madre” (7,15). 

Los que acompañaban a la viuda en el funeral no podían darle nada más que un sentido pésame. En cambio Jesús le devuelve vivo a su hijo. Lucas enfatiza: “Tuvo compasión” (71,3a). Vemos cómo el Señor cambia la procesión de la muerte en una procesión de la vida desde la fuerza de su misericordia, la cual se vuelve acción:

(1) A la madre le dice un tajante: “No llores” (71,3b), lo cual nos recuerda: “Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis” (6, 21b).

(2) Al joven difunto lo levanta del féretro con la fuerza resucitadora de su Palabra: “Joven a ti te digo: ¡LEVÁNTATE!” (7,14)

Una vez más comprobamos el poder de la palabra de Jesús y vemos cuál es su contenido.

A diferencia de los profetas del Antiguo Testamento, quienes le pedían a Dios que le devolviera la vida a los muertos (ver la acción del profeta Eliseo en 1 Re 4), Jesús pronuncia él mismo el mandato dirigido al muerto. Y su palabra poderosa se realiza puntualmente (7,15a).

3. Una gran fiesta de alabanza

“Y se puso a hablar” (7,15b). El joven no sólo es devuelto a la vida sino también reintegrado al mundo de las relaciones, que es donde está la esencia de la vida. La capacidad comunicativa del joven es el primer signo de su resurrección.

Pero la comunicación alcanza su nivel más alto cuando se vuelve oración.

Y una vez más el evangelio le hace eco a los coros de alabanza del pueblo que ha sido testigo de la obra de Jesús con poder (como se ha visto en Lucas 2,20 y 5,26). 

En las bendiciones festivas de la gente, Jesús es reconocido como el que proclama la Palabra de Dios como ninguno (5,1.3.5), es decir como “un gran profeta” superior a Elías y a Eliseo: “Un gran profeta se ha levantado entre nosotros” (7,16ª). Y más aún, como presencia viva de Dios en medio de su pueblo: “Dios ha visitado a su pueblo” (7,16).

Y éste acontecimiento se vuelve “Palabra” de evangelización (“Y lo que se decía de él se propagó”; 7,17) que llega hasta nosotros hoy. Es la Palabra del Evangelio que nos invita para que nos abramos a la misma experiencia de la misericordia de Jesús con los jóvenes, las madres viudas y todos los sufrientes de nuestros días, a quienes la vida les ha sido negada, para que nos unamos también a la procesión de la vida que Jesús sigue encabezando discretamente por los caminos de nuestra historia.

Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón

1. ¿Por qué se habla en el pasaje de dos procesiones? ¿Cuáles son?

2. Jesús supo dar un consuelo concreto y eficaz a la madre, resucitó al hijo. ¿También yo puedo dar vida a los demás? ¿Cómo lo haría? ¿Cómo lo he hecho?

3. ¿Cómo puedo ayudar a mi familia y a mi comunidad a ser portadora de vida para los demás? ¿En ocasiones nos limitamos a dar una limosna? ¿Qué nos aconseja Jesús?



24ª semana. Martes

LA VUELTA A LA VIDA


— Acudir al Corazón misericordioso de Jesús en todas las necesidades del alma y del cuerpo.

— La misericordia de la Iglesia.

— La misericordia divina en el Sacramento del perdón. Condiciones de una buena confesión.

I. Jesús iba camino de una pequeña ciudad llamada Naín1, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre. Al entrar en la ciudad se encontró con otro grupo numeroso de gentes que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de una mujer viuda. Es muy probable que Jesús y los suyos se detuvieran esperando el paso del cortejo fúnebre. Entonces, Jesús se fijó en la madre y se llenó de compasión por ella. En muchas ocasiones los Evangelistas señalan estos sentimientos del Corazón de Jesús cuando se encuentra con la desgracia y el sufrimiento, ante los que nunca pasa de largo. Al ver a la muchedumbre –escribe San Mateo relatando otro encuentro con la necesidad– se compadeció Jesús de las gentes porque andaban como ovejas que no tienen pastor2, abandonadas de todo cuidado; al leproso que con tanta esperanza ha acudido a Él, lleno de compasión le dijo: Queda limpio3; cuando la muchedumbre le seguía sin preocuparse del alimento y de la dificultad para ir a buscarlo, dijo a sus discípulos: Me da lástima esta gente, y multiplicó para ellos los panes y los peces4; en otra ocasión, lleno de misericordia, tocó los ojos a un ciego y le devolvió la vista5.

La misericordia es «lo propio de Dios»6, afirma Santo Tomás de Aquino, y se manifiesta plenamente en Jesucristo, tantas veces cuantas se encuentra con el sufrimiento. «Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la condición humana histórica que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad, física o moral, del hombre»7. Todo el Evangelio, pero especialmente estos pasajes en que se nos muestra el Corazón misericordioso de Jesús, ha de movernos a acudir a Él en las necesidades del alma y del cuerpo. Él sigue estando en medio de los hombres, y solo espera que nos dejemos ayudar.

Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta Ti; no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí; cuando te invoco, escúchame enseguida, recitan los sacerdotes en la Liturgia de las Horas de hoy8. Y el Señor, que nos escucha siempre, viene en nuestra ayuda sin hacerse esperar.

II. Al ver Jesús a la mujer, se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te lo digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo entregó a su madre.

Muchos Padres han visto en la madre que recupera a su hijo muerto una imagen de la Iglesia, que recibe también a sus hijos muertos por el pecado a través de la acción misericordiosa de Cristo. La Iglesia, que es Madre, con su dolor «intercede por cada uno de sus hijos como lo hizo la madre viuda por su hijo único»9. Ella «se alegra a diario –comenta San Agustín– con los hombres que resucitan en su alma. Aquel, muerto en cuanto al cuerpo; estos, en cuanto a su espíritu»10. Si el Señor se compadece de una multitud que tiene hambre, ¿cómo no se va a compadecer de quien padece una enfermedad en el alma o lleva ya en sí la muerte para la vida eterna?

La Iglesia es misericordiosa «cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de la que es depositaria y dispensadora»11. Especialmente, «en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte». Y es el sacramento de la Penitencia «el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado»12.

Jesús pasa de nuevo por nuestras calles y ciudades y se compadece de tantos males como padece esta humanidad doliente; sobre todo se compadece de los hombres que cargan con el único mal absoluto que existe, el pecado. A todos nos dice: Venid a Mí... Nos invita a cada uno para quitarnos el pesado fardo del pecado. Ejerce su misericordia sanando y aliviándonos del lastre más pesado, principalmente en la Confesión sacramental, uno de los misterios más gozosos de la misericordia divina. Cuando instituyó este sacramento tenía puestos sus ojos llenos de bondad en cada uno de los que habíamos de venir después, en nuestros errores, en las flaquezas, en las ocasiones en que quizá nos íbamos a mantener alejados de la Casa del Padre. Es este también el sacramento de la paciencia divina, el sacramento de nuestro Padre Dios avistando cada día a las puertas de la eternidad el regreso de los hijos que se marcharon.

Examinemos hoy nosotros cómo apreciamos este sacramento que Cristo instituyó con tanto amor para dar la Vida si se hubiera muerto por el pecado mortal y para fortalecernos si estuviéramos débiles o enfermos por las faltas y pecados veniales.

III. La misericordia de Dios es infinita; inagotable «es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad»13. Solo nosotros podemos impedir que esa mirada de Jesús, que sana y libera, nos llegue al fondo del alma.

En la medida en que vamos conociendo más al Señor y siguiendo sus pasos, sentimos una mayor necesidad de purificar el alma. Para eso debemos cuidar cada una de las confesiones, evitando la rutina, ahondando en el amor y en el dolor. Ahondar como si cada confesión, siempre única, fuera la última; alejándonos de la precipitación y de la superficialidad. Para eso tendremos en cuenta aquellas cinco condiciones necesarias para una buena confesión, que quizá aprendimos cuando éramos pequeños: examen de conciencia, humilde, hecho en la presencia de Dios, descubriendo las causas, y quizá los hábitos, que han motivado esas faltas; el dolor de los pecados, la contrición, fruto de un examen hondo y humilde, con un sentido más profundo de lo que es un pecado: una ofensa al Señor, y no solo un error humano o una falta de eficacia; propósito de la enmienda concreto y firme, que está íntimamente unido al dolor de los pecados y que muchas veces es el índice de una buena confesión; confesión de los pecados, que consiste en una verdadera acusación de la falta cometida, con deseo de que se nos perdone, y no un relato más o menos general de la situación del alma o de las cosas que nos preocupan. El meditar en que es el mismo Señor quien, a través del sacerdote, nos perdona nos llevará a ser muy sinceros, tanto como nos gustaría serlo en el último instante de nuestra vida; cumplir la penitencia, por la que nos asociamos al sacrificio infinito de expiación de Cristo. Esa penitencia que nos impone el sacerdote –tan mitigada maternalmente por la Iglesia– no es simplemente una obra de piedad, sino desagravio, reparación y satisfacción por la culpa contraída.

No dejemos de acudir con frecuencia a esa fuente de la misericordia divina, pues a menudo, quizá en lo pequeño, nos separamos del Señor. Pidamos a Nuestra Señora, refugio de los pecadores –nuestro refugio–, que nos ayude a confesarnos cada vez mejor. Y pensemos también en la gran obra de misericordia que llevamos a cabo cuando facilitamos que un amigo, un pariente o un conocido recobre o aumente, por la recepción de este sacramento, la Vida sobrenatural de su alma.

V. Escucha mi voz, Señor; espero en tu palabra.
R. Escucha mi voz, Señor; espero en tu palabra.

V. Me adelanto a la aurora pidiendo auxilio.
R. Espero en tu palabra.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Escucha mi voz, Señor; espero en tu palabra.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. De la mano de nuestros enemigos, líbranos, Señor.

Cántico de Zacarías Lc 1, 68-79

EL MESÍAS Y SU PRECURSOR

Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo
por boca de sus santos profetas.

Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian;
ha realizado así la misericordia que tuvo con
nuestros padres,
recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abraham.

Para concedernos que, libres de temor,
arrancados de la mano de los enemigos,
le sirvamos con santidad y justicia,
en su presencia, todos nuestros días.

Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos,
anunciando a su pueblo la salvación,
el perdón de sus pecados.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tiniebla
y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén

Ant.  De la mano de nuestros enemigos, líbranos, Señor.

PRECES

Dios nos otorga el gozo de poder alabarlo en este comienzo del día, reavivando con ello nuestra esperanza. Invoquémosle, pues, diciendo:
Por el honor de tu nombre, escúchanos, Señor.

Dios y Padre de nuestro Salvador Jesucristo,te damos gracias porque, por mediación de tu Hijo,
nos has dado el conocimiento y la inmortalidad.

Danos, Señor, un corazón humilde
para que vivamos sujetos unos a otros en el temor de Cristo.

Infunde tu Espíritu en nosotros, tus siervos,
para que nuestro amor fraterno sea sin fingimiento.

Tú que has dispuesto que el hombre dominara el mundo con su esfuerzo,
haz que nuestro trabajo te glorifique y santifique a nuestros hermanos.

Se pueden añadir algunas intenciones libres.

Ya que Dios nos muestra siempre su amor de Padre, velando amorosamente por nosotros, nos atrevemos a decir: Padre nuestro.

Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.

Oración

Aumenta, Señor, nuestra fe, para que esta alabanza que brota de nuestro corazón vaya siempre acompañada de frutos de vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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