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martes, 9 de abril de 2024

Lecturas y reflexiones +

 Primera lectura

Hch 4,32-37

Un solo corazón y una sola alma

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles.

EL grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común.
Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se les miraba a todos con mucho agrado. Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba.
José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que significa hijo de la consolación, que era levita y natural de Chipre, tenía un campo y lo vendió; llevó el dinero y lo puso a los pies de los apóstoles.

Palabra de Dios.

Salmo

Sal 93(92),1ab.1c-2.5 (R. 122[121],3)

R. El Señor reina, vestido de majestad.

O bien:

R. Aleluya

V. El Señor reina, vestido de majestad;
el Señor, vestido y ceñido de poder. R.

V. Así está firme el orbe y no vacila.
Tu trono está firme desde siempre,
y tú eres eterno. R.

V. Tus mandatos son fieles y seguros;
la santidad es el adorno de tu casa,
Señor, por días sin término. R.

Aclamación

R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. R.

Evangelio

Jn 3, 7b-15

Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre

Lectura del santo Evangelio según san Juan.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
«Tienen que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu».
Nicodemo le preguntó:
«¿Cómo puede suceder esto?»
Le contestó Jesús:
«¿Tú eres maestro de Israel, y no lo entiendes? En verdad, en verdad te digo: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no reciben nuestro testimonio. Si les hablo de las cosas terrenas y no me creen, ¿cómo creerán si les hablo de las cosas celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna».

Palabra del Señor.

Pistas para la Lectio Divina

P. Fidel Oñoro, CJM
Dejarnos iluminar por la Pascua (II):

Bajo el influjo vivificante del Crucificado Exaltado
Juan 3, 7b- 15

“Tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna”

Continuando nuestra lectura del diálogo de Jesús con Nicodemo, notamos cómo Jesús pone de relieve el carácter misterioso de la realización del nuevo nacimiento “por el agua y el Espíritu Santo”.

Su obra va más allá de una plena intelección humana. La imagen del viento, también figura del Espíritu (“ruah”), pone de presente lo inaferrable que es en categorías humanas: “El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va” (v.8a). Esta plena libertad, docilidad y apertura hacia el futuro es la gran característica del hombre nuevo: “Así es todo el que nace del Espíritu” (v.8b).

La última expresión de Jesús nos invita a dejarnos asombrar, y no simplemente extrañar, por la obra de Dios. La frase inspirada en Eclesiastés 11,5 (“Como no sabes cómo viene el espíritu a los huesos en el vientre de la mujer en cinta, así tampoco sabes la obra de Dios que todo lo hace”), nos señala cuál es la actitud que nos corresponde: la gratitud a Dios por su obra en nosotros y la humildad y el abandono total en él para que la lleve a plenitud.

La nueva pregunta de Nicodemo no obtiene respuesta. Al comienzo él había reconocido a Jesús como Maestro venido de Dios (v.2). Ahora Jesús exige ser reconocido verdaderamente su autoridad y que se acepte su testimonio. No da ninguna otra razón para sostener sus afirmaciones, sino la calidad de su testimonio (v.11). Él ha bajado del cielo: sabe porque es testigo ocular (v12). Conoce las cosas de Dios. Por lo tanto hay que confiar en su palabra.

Del diálogo de Jesús con Nicodemo aprendemos que:

(1) Para poder participar del Reino de Dios es necesario un comienzo completamente nuevo.

(2) No podemos darnos a nosotros mismos este inicio de una nueva vida, que nos es dado en Bautismo del poder creador de Dios.

(3) En este nuevo comienzo no somos pasivos: éste exige por parte nuestra la fe en el Hijo de Dios.

Pero ni siquiera la fe es algo de orden humano. Jesús muestra que la fe se fundamenta en la prueba de amor que Dios nos ha dado enviando a su Hijo. El nuevo nacimiento de Dios y la fe en el Hijo de Dios nos conducen al sentido y a la plenitud de nuestro ser, a la verdadera vida que no pasa. Si este nacimiento y esta fe arruinamos nuestra vida.

¿Cómo evitar un fin absurdo, una muerte sin sentido y miserable?

¿Cómo mantener y asegurar nuestra vida?

Israel se hacía estas preguntas cuando, en el camino del desierto, fue amenazado por serpientes venenosas (Números 21,4-9). Entonces Dios vino en auxilio de su pueblo. Le encargó a Moisés que construyera una serpiente de bronce y la suspendiera en un palo. Quien era mordido por la serpiente y miraba la serpiente de bronce seguía con vida.

Así se aclara el significado del Hijo del hombre exaltado sobre la Cruz: el crucificado es símbolo de salvación, fuente de vida (3,4-5). No hay que apartar la mirada de Él y tratar de olvidarlo. Más bien debemos levantar nuestra mirada hacia él y reconocerlo como nuestro salvador. No hay otro camino para la vida, ni otra posibilidad de superar la muerte si no es en Él.

En conclusión, la unión con Jesús da la vida. Y esta unión la obtenemos creyente en Él, que es el Crucificado, abandonándonos y confiando completamente en él. Confiando en el Crucificado, reconocemos el amor desmesurado de Dios y nos encontramos la esfera de acción de su potencia vivificante.

Para cultivar la semilla de la Palabra en el corazón:

1. ¿Por qué se utiliza aquí la imagen del viento? ¿Qué indica?

2. ¿Qué tipo de Maestro es Jesús? ¿De dónde proviene su enseñanza?

3. ¿De dónde se saca la imagen de la serpiente colgada en un palo? ¿Qué relación tiene con la crucifixión de Jesús? ¿Qué efecto tiene?


Francisco Fernández-Carvajal
Hablar con Dios



Pascua. 2ª semana. Martes

PRIMEROS CRISTIANOS. UNIDAD


— La unidad entre los cristianos, querida por Cristo, es un don de Dios. Pedirla.

— Lo que rompe la unidad fraterna.

— La caridad une, la soberbia separa. La fraternidad de los primeros cristianos. Evitar lo que pueda dañar la unidad.

I. La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma1. Estas palabras de los Hechos de los Apóstoles son como un resumen de la profunda unidad y del amor fraterno de los primeros cristianos, que tanto llamó la atención de sus conciudadanos. «Los discípulos daban testimonio de la Resurrección no solo con la palabra sino también con sus virtudes»2. Brilla entre ellos la actitud –nacida de la caridad– que busca siempre la concordia.

La unidad de la Iglesia, manifestada desde sus mismos comienzos, es voluntad expresa de Cristo. Él nos habla de un solo pastor3, pone de relieve la unidad de un reino que no puede estar dividido4, de un edificio que tiene un único cimiento5... Esta unidad se fundamentó siempre en la profesión de una sola fe, en la práctica de un mismo culto y en la adhesión profunda a la única autoridad jerárquica, constituida por el mismo Jesucristo. «No hay más que una Iglesia de Jesucristo -enseñaba Juan Pablo II en su catequesis por España-, la cual es como un gran árbol en el que estamos injertados. Se trata de una unidad profunda, vital, que es un don de Dios. No es solamente ni sobre todo unidad exterior, es un misterio y un don (...).

»La unidad se manifiesta, pues, en torno a aquel que, en cada diócesis, ha sido constituido pastor, el obispo. Y en el conjunto de la Iglesia se manifiesta en torno al Papa, sucesor de Pedro»6.

La unidad de fe era entre los primeros cristianos el soporte de la fortaleza y de la vida que se desbordaba hacia afuera. La misma vida cristiana es vivida desde entonces por gentes muy diferentes, cada una con sus peculiares características individuales y sociales, raciales y lingüísticas. Allí donde hubiese cristianos, «participaban, expresaban y transmitían una sola doctrina con la misma alma, con el mismo corazón y con idéntica voz»7.

Los primeros fieles defendieron esta unidad llegando a afrontar persecuciones y el mismo martirio. La Iglesia ha impulsado constantemente a sus hijos a que velen y rueguen por ella. El Señor la pidió en la Última Cena para toda la Iglesia: Ut omnes unum sint... que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros8.

La unidad es un inmenso bien que debemos implorar cada día, pues todo reino dividido contra sí no permanecerá y toda ciudad o casa dividida contra sí no se mantendrá9. Y comenta San Juan Crisóstomo: «La casa y la ciudad, una vez divididas, se destruyen prontamente; y lo mismo un reino, que es lo más fuerte que existe, siendo la unión de los súbditos la que afirma los reinos y las casas»10. Unidad con el Papa, unidad con los obispos, unidad con nuestros hermanos en la fe y con todos los hombres para atraerlos a la fe de Cristo.

II. «Lo uno –enseña Santo Tomás– no se opone a lo múltiple, sino a la división, y la multitud tampoco excluye la unidad; lo que excluye es la división de cada cosa en sus componentes»11. Divide lo que separa de Cristo: cualquier pecado, aunque esa separación sea más tangible en las faltas de caridad que aíslan de los demás y en las faltas de obediencia a los pastores que Cristo ha constituido para regir la Iglesia. A la unidad no se opone la variedad de caracteres, de razas, de modos de ser... Por eso la Iglesia puede ser católica, universal, y ser una y la misma en cualquier tiempo y lugar. Es «esa unidad interior –afirmaba Pablo VI– (...) lo que le confiere la sorprendente capacidad de reunir a los hombres más diversos respetando, aún más, revalorizando, sus características específicas, con tal de que sean positivas, es decir, verdaderamente humanas; lo que le confiere la capacidad de ser católica, de ser universal»12.

Los Apóstoles y sus sucesores hubieron de sufrir el dolor que provocaban quienes difundían errores y divisiones. «Hablan de paz y hacen la guerra -se dolía San Ireneo-, se tragan el camello y cuelan el mosquito. Las reformas que predican jamás podrán curar los destrozos de la desunión»13.

Los primeros cristianos estaban persuadidos de que si su fe «gozaba de buena salud, no tenían nada que temer»14. Debemos pedir mucho la unidad para toda la Iglesia: que todos seamos uno, que seamos fieles a la fe recibida, que sepamos obedecer prontamente los mandatos y las indicaciones del Romano Pontífice y de los obispos en unión con él.

La unidad está estrechamente ligada a la lucha ascética personal por ser mejores, por estar más unidos a Cristo. «Muy poco podremos hacer en el trabajo por toda la Iglesia (...), si no hemos logrado esta intimidad estrecha con el Señor Jesús: si realmente no estamos con Él y como Él santificados en la verdad; si no guardamos su palabra en nosotros, tratando de descubrir cada día su riqueza escondida»15.

La unidad de la Iglesia, cuyo principio vital es el Espíritu Santo, tiene como punto central a la Sagrada Eucaristía, que es «signo de unidad y vínculo de amor»16. El alejar las discordias y pedir por la unidad «nunca se hace más oportunamente que cuando el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, ofrece el mismo Cuerpo y la misma Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino»17.

III. San Pablo hace frecuentes llamamientos a la unidad: Os ruego –pide a los cristianos de Éfeso– (...) que viváis una vida digna de la vocación a la que habéis sido llamados, con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sobrellevándoos unos a otros con caridad, solícitos por conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.

A continuación hace referencia a una antigua aclamación, posiblemente usada en la liturgia primitiva durante las ceremonias bautismales. En ella se pone de relieve la unidad de la Iglesia, como fruto de la unicidad de la esencia divina. A su vez, las tres personas de la Santísima Trinidad, que actúan en la Iglesia y son causa de su unidad, quedan reflejadas en el texto sagrado18Siendo un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que es sobre todos los seres, por todos y en todos19.

San Pablo enumera diversas virtudes: humildad, mansedumbre, longanimidad..., manifestaciones diversas de la caridad, que es el vínculo de la unidad en la Iglesia. «El templo del Rey no está arruinado, ni agrietado, ni dividido; el cemento de las piedras vivas es la caridad»20. La caridad une, la soberbia separa.

Los primeros cristianos pusieron de manifiesto su amor a la Iglesia mediante la caridad, que superó todas las barreras sociales, económicas, de raza o cultura. El que tenía bienes materiales los compartía con quienes carecían de ellos21, y todos rezaban unos por otros, animándose a perseverar en la fe de Cristo. Uno de los primeros apologistas, en el siglo ii, describía así el proceder de los primeros cristianos: «se aman unos a otros, no desprecian a las viudas y libran al huérfano de quien le trata con violencia; y el que tiene, da sin envidia al que no tiene...»22.

Sin embargo, la mejor caridad se dirigía a fortalecer en la fe a los hermanos. Las Actas de los Mártires recogen casi en cada página detalles concretos de esta preocupación por la fidelidad de los demás. Verdaderamente «fue con amor como se abrieron paso en aquel mundo pagano y corrompido»23. Amor a los hermanos en la fe y amor a los paganos. También nosotros llevaremos nuestro mundo a Dios, si sabemos imitar a los primeros cristianos en nuestra comprensión y cariño por todos, aunque en ocasiones no sean correspondidos nuestros desvelos y nuestras atenciones por los demás. Y fortaleceremos en la fe a quienes flaquean, con el ejemplo, con la palabra y con nuestro trato siempre amable y acogedor: El hermano ayudado por su hermano es como una ciudad amurallada, enseña la Sagrada Escritura24.

Por amor a la Iglesia, pondremos los medios para no dañar, ni de lejos, la unidad de los cristianos: «Evita siempre la queja, la crítica, las murmuraciones...: evita a rajatabla todo lo que pueda introducir discordia entre hermanos»25. Por el contrario, fomentaremos siempre todo aquello que es ocasión de entendimiento mutuo y de concordia. Si alguna vez no podemos alabar, callaremos26. Y la liturgia pide al Señor: Que sepamos rechazar hoy el pecado de discordia y de envidia27.

Para aprender a vivir bien la unidad dentro de la Iglesia acudimos a nuestra Madre Santa María. «Ella, Madre del Amor y de la unidad, nos une profundamente para que, como la primera comunidad nacida del Cenáculo, seamos un solo corazón y una sola alma. Ella, “Madre de la unidad”, en cuyo seno el Hijo de Dios se unió a la humanidad, inaugurando místicamente la unión esponsalicia del Señor con todos los hombres, nos ayude para ser “uno” y para convertirnos en instrumentos de unidad entre los cristianos y entre todos los hombres».

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