Custodia

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Saludo

Bendición

miércoles, 2 de noviembre de 2022

 


Conmemoración de todos los fieles difuntos, solemnidad

Lm 3,17-26: Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor.

Me han arrancado la paz y ni me acuerdo de la dicha; me digo: «se me acabaron las fuerzas y mi esperanza en el Señor.»

Fíjate en mi aflicción y en mi amargura, en la hiel que me envenena; no hago más que pensar en ello y estoy abatido.

Pero hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza:

Que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión; antes bien se renuevan cada mañana.

¡Qué grande es tu fidelidad!

«El Señor es mi lote», me digo, y espero en él.

El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan; es bueno esperar en silencio la salvación del Señor.

Sal 129,1-2.3-4ab.4c-6.7-8: Desde lo hondo a ti grito, Señor.

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.
        
Si llevas cuentas de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.
        
Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora.
        
Porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.

Rm 6,3-9: Andemos en una vida nueva.

Hermanos:

Los que por el Bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte.

Por el Bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.

Porque, si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya.

Comprendamos que nuestra vieja condición ha sido crucificada con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de pecadores y nosotros libres de la esclavitud al pecado; porque el que muere ha quedado absuelto del pecado.

Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él.

Jn 14,1-6: En la casa de mi Padre hay muchas estancias.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

- «Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, «estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.»

Tomás le dice:

- «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?»

Jesús le responde:

- «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí.»



2 de noviembre

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS*


— El Purgatorio, lugar de purificación y antesala del Cielo.

— Podemos ayudar mucho y de muchas maneras a las almas del Purgatorio. Los sufragios.

— Nuestra propia purificación en esta vida. Desear ir al Cielo sin pasar por el Purgatorio.

I. En este mes de noviembre la Iglesia nos invita con más insistencia a rezar y a ofrecer sufragios por los fieles difuntos del Purgatorio. Con estos hermanos nuestros, que «también han sido partícipes de la fragilidad propia de todo ser humano, sentimos el deber que es a la vez una necesidad del corazón de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado»1.

En el Cielo no puede entrar nada manchado, ni quien obre abominación y mentira, sino solo los escritos en el libro de la vida2. El alma afeada por faltas y pecados veniales no puede entrar en la morada de Dios: para llegar a la eterna bienaventuranza es preciso estar limpio de toda culpa. El Cielo no tiene puertas escribe Santa Catalina de Génova, y cualquiera que desee entrar puede hacerlo, porque Dios es todo misericordia y permanece con los brazos abiertos para admitirlos en su gloria. Pero tan puro es el ser de Dios que si un alma advierte en sí el menor rastro de imperfección, y al mismo tiempo ve que el Purgatorio ha sido ordenado para borrar tales manchas, se introduce en él y considera una gran merced que se le permita limpiarlas de esta forma. El mayor sufrimiento de esas almas es el de haber pecado contra la bondad divina y el no haber purificado el alma en esta vida3. El Purgatorio no es un infierno menor, sino la antesala del Cielo, donde el alma se limpia y esclarece.

Y si no se ha expiado en la tierra, es mucho lo que el alma ha de limpiar allí: pecados veniales, que tanto retrasan la unión con Dios; faltas de amor y de delicadeza con el Señor; también la inclinación al pecado, adquirida en la primera caída y aumentada por nuestros pecados personales... Además, todos los pecados y faltas ya perdonados en la Confesión dejan en el alma una deuda insatisfecha, un equilibrio roto, que exige ser reparado en esta vida o en la otra. Y es posible que las disposiciones de los pecados ya perdonados sigan enraizadas en el alma a la hora de la muerte, si no fueron eliminadas por una purificación constante y generosa en esta vida. Al morir, el alma las percibe con absoluta claridad, y tendrá, por el deseo de estar con Dios, un anhelo inmenso de librarse de estas malas disposiciones. El Purgatorio se presenta en ese instante como la oportunidad única para conseguirlo.

En este lugar de purificación, el alma experimenta un dolor y sufrimiento intensísimos: un fuego «más doloroso que cualquier cosa que un hombre pueda padecer en esta vida»4. Pero también existe mucha alegría, porque sabe que, en definitiva, ha ganado la batalla y le espera, más o menos pronto, el encuentro con Dios.

El alma que ha de ir al Purgatorio es semejante a un aventurero al borde del desierto. El sol quema, el calor es sofocante, dispone de poca agua; divisa a lo lejos, más allá del gran desierto que se interpone, la montaña en que se encuentra su tesoro, la montaña en la que soplan brisas frescas y en la que podrá descansar eternamente. Y se pone en marcha, dispuesto a recorrer a pie aquella larga distancia, en la que el calor asfixiante le hace caer una y otra vez.

La diferencia entre ambos está en que aquella, a diferencia del aventurero, sabe con toda seguridad que llegará a la montaña que le espera en la lejanía: por sofocantes que sean, el sol y la arena no podrán separarla de Dios5.

Nosotros aquí en la tierra podemos ayudar mucho a estas almas a pasar más deprisa ese largo desierto que las separa de Dios. Y también, mediante la expiación de nuestras faltas y pecados, haremos más corto nuestro paso por aquel lugar de purificación. Si, con la ayuda de la gracia, somos generosos en la práctica de la penitencia, en el ofrecimiento del dolor y en el amor al sacramento del Perdón, podemos ir directamente al Cielo. Eso hicieron los santos. Y ellos nos invitan a imitarlos.

II. Podemos ayudar mucho y de distintas maneras a las almas que se preparan para entrar en el Cielo y permanecen aún en el Purgatorio, en medio de indecibles penas y sufrimientos. Sabemos que «la unión de los viadores con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe, antes bien..., se robustece con la comunicación de bienes espirituales»6. ¡Estemos ahora más unidos a los que nos han precedido!

La Segunda lectura de la Misa nos recuerda que Judas Macabeo, habiendo hecho una colecta, envió mil dracmas de plata a Jerusalén, para que se ofreciese un sacrificio por los pecados de los que habían muerto en la batalla, porque consideraba que a los que han muerto después de una vida piadosa les estaba reservada una gracia grande. Y añade el autor sagrado: es, pues, muy santo y saludable rogar por los difuntos, para que se vean libres de sus pecados7. Desde siempre la Iglesia ofreció sufragios y oraciones por los fieles difuntos. San Isidoro de Sevilla afirmaba ya en su tiempo que ofrecer sacrificios y oraciones por el descanso de los difuntos era una costumbre observada en toda la Iglesia. Por eso asegura el Santo, se piensa que se trata de una costumbre enseñada por los mismos Apóstoles8.

La Santa Misa, que tiene un valor infinito, es lo más importante que tenemos para ofrecer por las almas del Purgatorio9. También podemos ofrecer por ellas las indulgencias que ganamos en la tierra10; nuestras oraciones, de modo especial el Santo Rosario; el trabajo, el dolor, las contrariedades, etc. Estos sufragios son la mejor manera de manifestar nuestro amor a los que nos han precedido y esperan su encuentro con Dios; de modo particular hemos de orar por nuestros parientes y amigos. Nuestros padres ocuparán siempre un lugar de honor en estas oraciones. Ellos también nos ayudan mucho en ese intercambio de bienes espirituales de la Comunión de los Santos. «Las ánimas benditas del purgatorio. Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable ¡pueden tanto delante de Dios! tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración.

»Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: “Mis buenas amigas las almas del purgatorio...”»11.

III. Esforcémonos por hacer penitencia en esta vida, nos anima Santa Teresa: «¡Qué dulce será la muerte de quien de todos sus pecados la tiene hecha, y no ha de ir al Purgatorio!»12.

Las almas del Purgatorio, mientras se purifican, no adquieren mérito alguno. Su tarea es mucho más áspera, más difícil y dolorosa que cualquier otra que exista en la tierra: están sufriendo todos los horrores del hombre que muere en el desierto... y, sin embargo, esto no las hace crecer en caridad, como hubiera sucedido en la tierra aceptando el dolor por amor a Dios. Pero en el Purgatorio no hay rebeldía: aunque tuvieran que permanecer en él hasta el final de los tiempos se quedarían de buen grado, tal es su deseo de purificación.

Nosotros, además de aliviarlas y de acortarles el tiempo de su purificación, sí que podemos merecer y, por tanto, purificar con más prontitud y eficacia nuestras propias tendencias desordenadas.

El dolor, la enfermedad, el sufrimiento, son una gracia extraordinaria del Señor para reparar nuestras faltas y pecados. Nuestro paso por la tierra, mientras esperamos contemplar a Dios, debería ser un tiempo de purificación. Con la penitencia el alma se rejuvenece y se dispone para la Vida. «No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien (Hech 10, 38). Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas llamadas que San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del martirio: ven al Padre (S. Ignacio de Antioquía, Epistola ad Romanos, 7: PG 5, 694), ven hacia tu Padre, que te espera ansioso»13.

¡Qué bueno y grande es el deseo de llegar al Cielo sin pasar por el Purgatorio! Pero ha de ser un deseo eficaz que nos lleve a purificar nuestra vida, con la ayuda de la gracia. Nuestra Madre, que es Refugio de los pecadores nuestro refugio, nos obtendrá las gracias necesarias si de verdad nos determinamos a convertir nuestra vida en un spatium verae paenitentiae, un tiempo de reparación por tantas cosas malas e inútiles.

Después de la muerte no se rompen los lazos con quienes fueron nuestros compañeros de camino. Hoy dedicamos nuestras oraciones a todos aquellos que aún están purificándose en el Purgatorio de las huellas que dejaron en su alma los pecados. Hoy los sacerdotes pueden celebrar tres veces la Santa Misa en sufragio por quienes ya nos precedieron. Los fieles pueden ganar indulgencias y aplicarlas también por los difuntos.


31ª semana. Miércoles

LOS FRUTOS DE LA CRUZ


— Sentido del dolor.

— Sus frutos en la vida cristiana.

— Acudir a Jesús y a María en la enfermedad y en la contradicción.

I. La Cruz es el símbolo y señal del cristiano porque en ella se consumó la Redención del mundo. El Señor empleó la expresión tomar la cruz en diversas ocasiones para indicar cuál había de ser la actitud de sus discípulos ante el dolor y la contradicción. En el Evangelio de la Misa Jesús nos dice: el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo1. Y en otra ocasión, dirigiéndose a todos los presentes, les advirtió: Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame2.

El dolor, en sus diversas manifestaciones, es un hecho universal. San Pablo compara el sufrimiento a los dolores de la madre en su alumbramiento: pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto3, y la experiencia nos enseña que todas las criaturas –pobres y ricos, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres– sufren por diversos motivos y causas. Por eso, San Pedro advertía a los primeros cristianos: Carísimos, cuando Dios os prueba con el fuego de las tribulaciones, no os extrañéis, como si os aconteciese una cosa muy extraordinaria4. Parece como si el dolor derivara de la misma naturaleza del hombre. Sin embargo, la fe nos enseña que el sufrimiento penetró en el mundo por el pecado. Dios había preservado al hombre del dolor por un acto de bondad infinita. Creado en un lugar de delicias, si hubiera sido fiel a Dios, habría sido trasladado de este paraíso terreno al Cielo para gozar eternamente de la más pura felicidad.

El pecado de Adán, transmitido a sus descendientes, alteró los planes divinos. Con el pecado, entraron en el mundo el dolor y la muerte. Pero el Señor asumió el sufrimiento humano a través de las privaciones de una vida normal (pasó hambre y sed, se cansó en el trabajo...) y de su Pasión y Muerte en la Cruz, y así convirtió los dolores y penas de esta vida en un bien inmenso. Es más, todos estamos llamados, con el sufrimiento y la mortificación voluntaria, a completar en nuestro cuerpo la Pasión de Jesús5.

La fe en esta participación misteriosa de la Cruz lleva consigo «la certeza interior de que el hombre que sufre completa lo que falta a los padecimientos de Cristo; que en la dimensión espiritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no solo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible. En el Cuerpo de Cristo (...) precisamente el sufrimiento (...) es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención»6.

En nosotros está colaborar con generosidad con Cristo al aceptar con amor el dolor, las contrariedades, las dificultades normales de la vida, la enfermedad... que Él permite para nuestra santificación personal y la de toda la Iglesia. El dolor tiene entonces sentido y nos convertimos en verdaderos colaboradores del Señor en la obra de la salvación de las almas y, si participamos de sus sufrimientos en la tierra, compartiremos un día su gloria y de este modo la obra de nuestra santificación será completa7.

II. El árbol de la Cruz está lleno de frutos. Los sufrimientos nos ayudan a estar más desprendidos de los bienes de la tierra, de la salud... «Deus meus et omnia!», ¡Mi Dios y mi todo!8, exclamaba San Francisco de Asís. Teniéndole a Él no perdemos gran cosa. Por el contrario, «¡dichoso quien pueda decir de todo corazón: Jesús mío, Tú solo me bastas!»9.

Las tribulaciones son una gran oportunidad de expiar mejor nuestras faltas y pecados de la vida pasada. Enseña San Agustín que, especialmente en esas ocasiones, el Señor actúa como médico para curar las llagas que dejaron los pecados y emplea el medicamento de las tribulaciones10. Las dificultades y dolores que padecemos nos mueven a recurrir con más prontitud y constancia a la misericordia divina: En su angustia me buscarán11, dice el Señor por boca del Profeta Oseas. Y Jesús nos invita a que vayamos a Él en esas situaciones difíciles: Venid a Mí todos cuantos andáis fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré12. ¡Tantas veces hemos experimentado este alivio! Verdaderamente, Él es nuestro refugio y nuestra fortaleza13 en medio de todas las tempestades de la vida, es el puerto donde hemos de acudir presurosos.

Las contrariedades, la enfermedad, el dolor... nos dan ocasión de practicar muchas virtudes (la fe, la fortaleza, la alegría, la humildad, la identificación con la voluntad divina...) y nos dan la posibilidad de ganar muchos méritos. «Al pensar en todo lo de tu vida que se quedará sin valor, por no haberlo ofrecido a Dios, deberías sentirte avaro: ansioso de recogerlo todo, también de no desaprovechar ningún dolor. —Porque, si el dolor acompaña a la criatura, ¿qué es sino necedad el desperdiciarlo?»14. Y existen épocas en la vida en las que se presenta abundantemente... No dejemos que pase sin que deje bienes copiosos en el alma.

El dolor llevado con sentido cristiano es un gran medio de santidad. Nuestra vida interior necesita también de contradicciones y de obstáculos para crecer. San Alfonso Mª de Ligorio afirmaba que así como la llama se aviva al contacto del aire, así el alma se perfecciona al contacto de las tribulaciones15. Incluso las tentaciones ayudan a progresar en el amor al Señor. Fiel es Dios, quien no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas; antes bien, junto con la tentación os dará también la ayuda para soportarla16. Y la prueba sobrellevada junto al Señor nos atrae nuevas gracias y bendiciones.

III. Cuando nos veamos atribulados acudamos a Jesús, en quien siempre encontraremos consuelo y ayuda. Como el Salmista, también nosotros podremos decir: Clamé al Señor en mi congoja, y me escuchó17, pues carecemos de fuerza frente a esa gran multitud que se nos viene encima, y no sabemos qué hacer; mas en Ti tenemos puestos nuestros ojos18. En el Corazón misericordioso de Jesús encontramos siempre la paz y el auxilio. A Él es a quien primero debemos acudir con serenidad para no tener que oír las palabras que un día dirigió el Maestro a Pedro: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?19. «¡Oh, válgame Dios! –exclamaba Santa Teresa–. Cuando Vos, Señor, queréis dar ánimo, ¡qué poco hacen todas las contradicciones!»20. Pidamos siempre ese «ánimo» a Jesús cuando se haga presente el dolor o la tribulación.

Junto al Señor, todo lo podemos; lejos de Él no resistiremos mucho. «Con tan buen amigo presente –nuestro Señor Jesucristo–, con tan buen capitán, que se puso el primero en el padecer, todo se puede sufrir. Él ayuda y da esfuerzo, nunca falta, es amigo verdadero»21. Con Él, nos sabremos comportar con alegría, incluso con buen humor, en medio de las dificultades, como hicieron los santos. Abundantes ejemplos nos han dejado.

El Señor nos enseñará también a ver las pruebas y las penas con más objetividad, para no dar importancia a lo que de hecho no la tiene y para no inventarnos penas que, por falta de humildad, crea la imaginación, o bien aumentarlas de volumen cuando, con un poco de buena voluntad, podemos sobrellevarlas sin darles la categoría de drama o de tragedia.

Al terminar nuestra oración acudimos a Nuestra Señora para que Ella nos enseñe a sacar fruto de todas las dificultades que hayamos de padecer, o que estemos pasando en estos días. «“Cor Mariae perdolentis, miserere nobis!” —invoca al Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos.

»—Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada»22.

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