Custodia

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Saludo

Bendición

lunes, 25 de marzo de 2024

Lecturas y reflexiones +

 



Primera lectura


Is 42,1-7

No gritará, no voceará por las calles

Lectura del libro de Isaías.

MIREN a mi siervo,
a quien sostengo;
mi elegido,
en quien me complazco.
He puesto mi espíritu sobre él,
manifestará la justicia a las naciones.
No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
la mecha vacilante no la apagará.
Manifestará la justicia con verdad.
No vacilará ni se quebrará,
hasta implantar la justicia en el país.
En su ley esperan las islas.
Esto dice el Señor, Dios,
que crea y despliega los cielos,
consolidó la tierra con su vegetación,
da el respiro al pueblo que la habita
y el aliento a quienes caminan por ella:
«Yo, el Señor,
te he llamado en mi justicia,
te cogí de la mano, te formé
e hice de ti alianza de un pueblo
y luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la cárcel,
de la prisión a los que habitan en tinieblas».

Palabra de Dios.

Salmo


Sal 27(26),1.2.3.13-14 (R. 1a)

R. El Señor es mi luz y mi salvación.

V. El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar? R.

V. Cuando me asaltan los malvados
para devorar mi carne,
ellos, enemigos y adversarios,
tropiezan y caen. R.

V. Si un ejército acampa contra mí,
mi corazón no tiembla;
si me declaran la guerra,
me siento tranquilo. R.

V. Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor. R.

Aclamación


V. Salve, Rey nuestro,
solo tú te has compadecido de nuestros errores.

Evangelio


Jn 12, 1-11

Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura

Lectura del santo Evangelio según san Juan.

SEIS días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?». Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando. Jesús dijo: «Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no siempre me tienen».
Una muchedumbre de judíos se enteró de que estaba allí y fueron no solo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús.

Palabra del Señor.



Pistas para la Lectio Divina

Lectio ‘Palabra vivificante’. P. Fidel Oñoro cjm
Jn 12,1-11: El perfume de un amor que fecunda

Ya comenzó la semana, una semana muy especial, en que ocurren cosas grandes. Para vivirlas en profundidad quisiera sugerir que conjuguemos el verbo ‘acompañar’.

‘Acompañamos’ a Jesús en las últimas horas de su vida terrena, en su camino de pasión y muerte, que conduce a la gloria de su resurrección.

Podemos ‘acompañar’ su pasión de varias maneras: leyendo el evangelio, participando en las ceremonias por la TV o sacando tiempo para estar en silencio delante de un crucifijo, como lo hacemos en este retiro espiritual virtual.

Pero si es verdad que Jesús, como bien dijo Pascal, está en agonía hasta el final de los tiempos, entonces lo podemos ‘acompañar’ en cada persona que sufre o pasa necesidad. La cruz siempre es contemporánea. Y podemos ponernos al pie de ella con la tenacidad de las discípulas perseverantes, para llevar ayuda y consuelo.

El evangelio del perfume

El evangelio de este lunes santo (Jn 12,1-11) comienza de una forma curiosa. El narrador nos lleva de nuevo hasta Betania. Jesús está en casa de sus amigos. Sus tres grandes amigos le ofrecen una comida especial (12,1-2).

En la intimidad de esta casa resulta que hay más personas. El narrador informa al final que allí había ‘un gran número de judíos’ (12,9). Mucha gente.

La escena está poblada por un mundo descompuesto, agitado por los curiosos que quieren ver al Lázaro resucitado. También los sumos sacerdotes, los guardianes de la fe, los delatores (12,9-10). Mucha gente. También se dice que estaban los discípulos de Jesús, Judas entre ellos, el único que entrará en diálogo directo con el Maestro (12,4-8).

En medio este cuadro escénico tumultuoso, el narrador apunta el reflector sólo sobre una persona: María de Betania. Y detalla cuidadosamente sus gestos. Enseguida da voz a la reacción de Judas y finalmente al pronunciamiento de Jesús. Todo en este relato gira en torno lo que ocurre con el perfume.

1. 1. Los detalles del amor de María

Uno, el perfume, María y Jesús

María de Betania ‘Tomó una libra de perfume… Ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos’ (12,3).

Los pies de Jesús entre sus manos

Es para leer con cuidado. María de Betania toma entre sus manos los pies de Jesús, Dentro de cuatro días (ver 12,1, ya comienza el conteo para la Pascua) este mismo evangelio contará que Jesús, en otra cena, repite ese gesto: toma entre sus manos los pies de los discípulos, casi como si hubiera aprendido de una mujer los gestos para expresar su amor, ese amor que va hasta el extremo (13,1).

Es uno de los encuentros más sublimes del evangelio. Una mujer y Dios se encuentran en los gestos inventados por el amor. Un ser humano y Dios hablan el mismo lenguaje del amor.

Es curioso que entre tanta gente nadie más que tenga ojos para la ternura, para leer los secretos del corazón, sólo María de Betania. En medio de tanta gente, nadie más entiende, sólo ella, María, la amiga de Jesús que se roba el show en esta escena extraordinaria.

Tomar entre sus manos los pies de Jesús para ungirlos implica acariciarlos. Los pies, la parte de nuestro cuerpo más lejana del cielo y la más cercana al polvo de los caminos. Pies de Jesús que han recorrido todos los caminos de Palestina, todos los senderos del corazón.

Una caricia que es como un gracias sobre los pies del Verbo hecho carne, del Hijo de Dios. Dios nos vino con alas de ángeles, sino pies de hombre para conocer y recorrer mis mismos senderos. Y el sendero más duro es el de la muerte.

El gesto de María es una confesión de amor. Como si le dijera: ‘Donde tú vayas, yo también iré; donde tú te detengas, yo también lo haré. Te voy a acompañar’.

Y después los cabellos sobre esos pies.

La antropología cultural nos ayuda a entender. Soltarse la cabellera por un hombre era un gesto que tenía una carga afectiva enorme. Era un gesto de intimidad, de pertenencia, de encuentro. El gesto de María también connota esponsalidad, es lenguaje de alianza.

Dos, el perfume y la casa

‘Y la casa se llenó del olor del perfume’ (12,3). De nuevo el evangelista de los detalles de amor, Juan, vuelve a afinar el lápiz.

No sólo el cuerpo de Jesús, el perfume se esparce en la casa entera. Como ocurre con la amada del Cantar de los cantares, experta en aromas que se esparcen en una nueva primavera.

Esa casa es nuestra tierra que espera que llevemos el perfume del evangelio del amor que fecunda.

¿Es casualidad? ¿Para qué describir una casa llena de perfume? ¿Qué cambia en el mundo un frasco de perfume?

Nos recuerda dónde está lo esencial. El perfume no es como el pan ni como la ropa que no se pueden dispensar. Sin embargo, puesto que vivir no es sólo existir, la vida reclama abundancia de calidad. Es como ocurre en las bodas de Caná: ¿era necesario tanto vino? Pues el perfume, como el vino, lo que parece superfluo, resulta necesario para la calidad de vida, para la alegría.

¿Cuál es esa necesidad? El perfume es una declaración de amor siempre necesaria. El diálogo silencioso, en la elocuencia de los gestos, deja traslucir: ‘Tú has enseñado que el amor hace existir. Tú nos has llenado de tu amor. Tú nos amas demasiado, pequeños y pecadores, así como somos. Y yo respondo a tu amor con este perfume’.

Pero Judas tiene otro punto de vista: no era necesario. Lo necesario es atender a los pobres, a quienes en justicia se les debe ese dinero.

1. 2. ¿Un gasto innecesario y negado a los pobres?

El reclamo de Judas pone sobre el tapete otro punto de vista sobre la escena: ‘¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?’ (12,5).

Aquel recipiente de nardo valía diez veces las treinta monedas que darán a Judas como precio por Jesús (Mt 26,14). Sale a la luz la valoración que cada uno tiene de Jesús: la de María es diez veces más que la de Judas.

María gasta un perfume avalado en trecientos denarios como para decir: ‘¡Uno te traicionará por treinta monedas, pero yo te amo diez veces más! ¡Uno te venderá, pero yo te rescataré diez veces más!’.

Judas, el hombre de los cálculos, queda mal. María derramó el perfume sin hacer cálculos. Jesús derramará su sangre sin reservarse ni una gota. María y Jesús se entienden el uno al otro. Judas no entiende ni al uno ni al otro.

¿Era necesario?

Es interesante que lo más importante de la cena haya sido esto. Jesús va a morir y lo que necesita no es la comida, sino de gestos intensos, de gratuidad y de ternura. Todo ser humano busca estas tres cosas: ternura, intensidad y gratuidad. Son las tres cosas que tocan lo más profundo del corazón y fecundan la vida.

Jesús también lo necesitaba. Ahora irá camino a la pasión envuelto no sólo en el amor del Padre que le amó primero, sino del amor tierno y apasionado de una discípula.

¿Dinero negado a los pobres? ¿Qué economía es esta?

Judas, símbolo de la mentalidad concreta, que quiere dar un precio a cada cosa. Imagen de esa mentalidad de tipo capitalista y egoísta que sacrifica las personas a la economía, al dios dinero.

Judas, quien conoce el precio de las cosas, pero no su valor, critica la ternura: ‘Este perfume es dinero robado a los pobres’. Pero el ladrón era él, anota el evangelista (12,6). Judas pensaba en él, en su bolsillo. Es que se puede trabajar al servicio de pobres, pero con el riesgo de terminar trabajando para el sostenimiento de la propia empresa de caridad.

Y Jesús no se deja encerrar en este tipo de disyuntiva: o tú o los pobres. No, Jesús no pone una prioridad contra la otra. No pide renuncia a un amor en nombre de otro amor: ‘Los pobres siempre los tendrán con ustedes’. Es decir, se los dejo en herencia, los tendrán como parte de mí, miembros de mi cuerpo que necesita unción de perfume, protección, curación y valoración.

Los puntos de vista cruzados entre María de Betania y Judas de Cariot piden el pronunciamiento del lector.

No hay que mirar, como hace Judas, el precio del nardo, sino entrar en la mirada de María quien se fija en el valor de la persona: este Jesús ungido por su grandiosa dignidad revelada en la cruz y en su resurrección.

Hay que mirar también el perfume de casa. Como quien dice: No mires lo costoso del perfume, aprende la generosidad de la amistad e invierte todo lo mejor de ti en tus seres amados. Quien ama siempre da más de lo que debiera.

En fin…

También tú tienes un frasco de perfume nardo, es tu existencia. Cada día, minuto a minuto, gota a gota, como se hace con el perfume más caro, aprende a ungir, a esparciéndolo sobre un amigo o un pobre que hasta hoy era un desconocido para ti.

Esparce sobre Jesús el perfume de tu adoración, expresándole cuánto lo amas. ¿No sería un buen ejercicio de oración en este día?

Esparce tu perfume en el servicio. Tienes el nardo valioso de tu inteligencia, de tu tiempo, de tu cultura, de tu afectividad, de tus finanzas, de tus competencias. Tienes más de trescientos denarios. Rompe el frasco, no te lo guardes, espárcelo en el Jesús que está en cada hermano.

Pues sí, atrévete, ¡rompe el frasco, deja que salga de dentro lo mejor de ti!

Decía la Madre Teresa de Calcuta a quien se sentía cohibido para dar: ‘No podemos hacer grandes cosas, pero sí pequeñas cosas con un gran amor’. Hazlo y verás cómo tu casa se llena de perfume.


Francisco Fernández-Carvajal
Hablar con Dios

Lunes Santo
Pasión de Nuestro Señor

LAS NEGACIONES DE PEDRO


— San Pedro niega conocer al Señor. Nuestras negaciones.

— La mirada de Jesús y la contrición de Pedro.

— El verdadero arrepentimiento. Acto de contrición.

I. Mientras se desarrolla el proceso contra Jesús ante el Sanedrín tiene lugar la escena más triste de la vida de Pedro. Él, que lo había dejado todo por seguir a nuestro Señor, que ha visto tantos prodigios y ha recibido tantas muestras de afecto, ahora le niega rotundamente. Se siente acorralado y niega hasta con juramento conocer a Jesús.

Cuando Pedro estaba abajo en el atrio, llega una de la criadas del Sumo Sacerdote y, al ver a Pedro que se estaba calentando, fijándose en él, le dice: También tú estabas con Jesús, ese Nazareno. Pero él lo negó diciendo: Ni le conozco, ni sé de qué hablas. Y salió afuera, al vestíbulo de la casa, y cantó un gallo. Y al verlo la criada empezó a decir otra vez a los que estaban alrededor: éste es de los suyos. Pero él lo volvió a negar. Y un poco después, los que estaban allí decían a Pedro: Desde luego eres de ellos, porque también tú eres galileo. Pero él comenzó a decir imprecaciones y a jurar: No conozco a ese hombre del que habláis1.

Ha negado conocer a su Señor, y con eso niega también el sentido hondo de su existencia: ser Apóstol, testigo de la vida de Cristo, confesar que Jesús es el Hijo de Dios vivo. Su vida honrada, su vocación de Apóstol, las esperanzas que Dios había depositado en él, su pasado, su futuro: todo se ha venido abajo. ¿Cómo es posible que diga no conozco a ese hombre?

Unos años antes, un milagro obrado por Jesús había tenido para él un significado especial y profundo. Al ver la pesca milagrosa (la primera de ellas) Pedro lo comprendió todo, se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él2. Parece como si en un momento lo hubiera visto todo claro: la santidad de Cristo y su condición de hombre pecador. Lo negro se percibe en contraste con lo blanco, la oscuridad con la luz, la suciedad con la limpieza, el pecado con la santidad. Y entonces, mientras sus labios decían que por sus pecados se siente indigno de estar junto al Señor, sus ojos y toda su actitud le pedían no separarse jamás de Él. Aquel fue un día muy feliz. Allí comenzó realmente todo: Entonces dijo Jesús a Simón: No temas; desde ahora serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron3. La vida de Pedro tendría desde entonces un formidable objetivo: amar a Cristo y ser pescador de hombres. Todo lo demás sería medio e instrumento para este fin. Ahora, por fragilidad, por dejarse llevar del miedo y de los respetos humanos, Pedro se ha derrumbado.

El pecado, la infidelidad en mayor o menor grado, es siempre negación de Cristo y de lo más noble que hay en nosotros mismos, de los mejores ideales que el Señor ha sembrado en nosotros. El pecado es la gran ruina del hombre. Por eso hemos de luchar con ahínco, ayudados por la gracia, para evitar todo pecado grave –los de malicia, fragilidad o ignorancia culpable– y todo pecado venial deliberado.

Pero incluso del pecado, si tuviéramos la desgracia de cometerlo, hemos de sacar frutos, pues la contrición afianza más la amistad con el Señor. Nuestros errores no deben desalentarnos jamás si nos comportamos con humildad. Un sincero arrepentimiento es siempre la ocasión de un encuentro nuevo con el Señor, del que se pueden derivar insospechadas consecuencias para nuestra vida interior. Si pecamos, hemos de volver al Señor cuantas veces sea preciso, sin angustiarnos pero sí con dolor. «Pedro invirtió una hora para caer, pero en un minuto se levanta y subirá más alto de lo que estaba antes de su caída»4.

El Cielo está lleno de grandes pecadores que supieron arrepentirse. Jesús nos recibe siempre y se alegra cuando recomenzamos el camino que habíamos abandonado, quizá en cosas pequeñas.

II. El Señor, maltratado, es llevado por uno de aquellos atrios. Entonces, se volvió y miró a Pedro5. «Sus miradas se cruzaron. Pedro hubiera querido bajar la cabeza, pero no pudo apartar su mirada de Aquel que acababa de negar. Conoce muy bien las miradas del Salvador. No pudo resistir a la autoridad y al encanto de esa mirada que suscitó su vocación; esa mirada tan cariñosa del Maestro aquel día en que, mirando a sus discípulos, afirmó: He aquí a mis hermanos, hermanas y madre. Y aquella mirada que le hizo temblar cuando él, Simón, quiso apartar la Cruz del camino del Señor. ¡Y la compasiva mirada con que acogió al joven tan poco desprendido para seguirle! ¡Y la mirada anegada de lágrimas ante el sepulcro de Lázaro...! Conoce las miradas del Salvador.

»Y, sin embargo, nunca jamás contempló en el rostro del Señor la expresión que descubre en Él en aquel momento, aquellos ojos impregnados de tristeza, pero sin severidad; mirada de reconvención, sin duda, pero que al mismo tiempo quiere ser suplicante y parece decirle: Simón, yo he rogado por ti.

»Su mirada solo se detuvo un instante sobre él: Jesús fue empujado violentamente por los soldados, pero Pedro la sigue viendo»6. Ve la mirada indulgente sobre la llaga profunda de su culpa. Comprendió entonces la gravedad de su pecado, y el cumplimiento de la profecía del Señor respecto a su traición. Y recordó Pedro las palabras del Señor: Antes que el gallo cante hoy, me habrás negado tres veces. Salió fuera y lloró amargamente7. El salir fuera «era confesar su culpa. Lloró amargamente porque sabía amar, y bien pronto las dulzuras del amor reemplazaron en él a las amarguras del dolor»8.

Saberse mirado por el Señor impidió que Pedro llegara a la desesperanza. Fue una mirada alentadora en la que Pedro se sintió comprendido y perdonado. ¡Cómo recordaría entonces la parábola del Buen Pastor, del hijo pródigo, de la oveja perdida!

Pedro salió fuera. Se separó de aquella situación, en la que imprudentemente se había metido, para evitar posibles recaídas. Comprendió que aquel no era su sitio. Se acordó de su Señor, y lloró amargamente. En la vida de Pedro vemos nuestra propia vida. «Dolor de Amor. —Porque Él es bueno. —Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. —Porque todo lo bueno que tienes es suyo. —Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡Él!... ¡¡a ti!!

»—Llora, hijo mío, de dolor de Amor»9.

La contrición da al alma una especial fortaleza, devuelve la esperanza, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se acerque de nuevo a Dios en un acto de amor más profundo. La contrición aquilata la calidad de la vida interior y atrae siempre la misericordia divina. Mis miradas se posan sobre los humildes y sobre los de corazón contrito10.

Cristo no tendrá inconveniente en edificar su Iglesia sobre un hombre que puede caer y ha caído. Dios cuenta también con los instrumentos débiles para realizar, si se arrepienten, sus empresas grandes: la salvación de los hombres.

Muy probablemente Pedro, después de las negaciones y de su arrepentimiento, iría a buscar a la Virgen. También nosotros lo hacemos ahora que recordamos con más viveza nuestras faltas y negaciones.

III. Además de una gran fortaleza, la verdadera contrición da al alma una particular alegría, y dispone para ser eficaces entre los demás. «El Maestro pasa, una y otra vez, muy cerca de nosotros. Nos mira... Y si le miras, si le escuchas, si no le rechazas, Él te enseñará cómo dar sentido sobrenatural a todas tus acciones... Y entonces tú también sembrarás, donde te encuentres, consuelo y paz y alegría»11.

Sobre Judas también recayó la mirada del Señor, que le incita a cambiar cuando, en el momento de su traición, se sintió llamado con el título de amigo. ¡Amigo! ¿A qué has venido aquí? No se arrepintió en ese momento, pero más tarde sí: viendo a Jesús sentenciado, arrepentido de lo hecho, restituyó las treinta monedas de plata12.

¡Qué diferencia entre Pedro y Judas! Los dos traicionaron (de distinta manera) la fidelidad a su Maestro. Los dos se arrepintieron. Pedro sería –a pesar de sus negaciones– la roca sobre la que se asentará la Iglesia de Cristo hasta el final de los tiempos. Judas fue y se ahorcó. El simple arrepentimiento humano no basta; produce angustia, amargura y desesperación.

Junto a Cristo el arrepentimiento se transforma en un dolor gozoso, porque se recobra la amistad perdida. En unos instantes, Pedro se unió al Señor –a través del dolor de sus negaciones– mucho más fuertemente de lo que había estado nunca. De sus negaciones arranca una fidelidad que le llevará hasta el martirio.

Judas fue todo lo contrario, se queda solo: A nosotros ¿qué nos importa?, allá tú, le dicen los príncipes de los sacerdotes. Judas, en el aislamiento que produce el pecado, no supo ir a Cristo; le faltó la esperanza.

Debemos despertar con frecuencia en nuestro corazón el dolor de Amor por nuestros pecados. Sobre todo al hacer el examen de conciencia al acabar el día, y al preparar la Confesión.

«A ti que te desmoralizas, te repetiré una cosa muy consoladora: al que hace lo que puede, Dios no le niega su gracia. Nuestro Señor es Padre, y si un hijo le dice en la quietud de su corazón: Padre mío del Cielo, aquí estoy yo, ayúdame... Si acude a la Madre de Dios, que es Madre nuestra, sale adelante».

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