Custodia

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Saludo

Bendición

domingo, 19 de febrero de 2023

 


VII Domingo del Tiempo Ordinario, solemnidad


V/. -Señor, Ábreme los labios.
R/. -Y mi boca proclamará tu alabanza.

Invitatorio

Salmo 94: Invitación a la alabanza divina

Ant: Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva. Aleluya.

Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.

-se repite la antífona

Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses:
tiene en su mano las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes;
suyo es el mar, porque él lo hizo,
la tierra firme que modelaron sus manos.

-se repite la antífona

Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.

-se repite la antífona

Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.

-se repite la antífona

Durante cuarenta años
aquella generación me asqueó, y dije:
"Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso."»

-se repite la antífona

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva. Aleluya.

 
Himno

Cristo,
alegría del mundo,
resplandor de la gloria del Padre.
¡Bendita la mañana
que anuncia tu esplendor al universo!

En el día primero,
tu resurrección alegraba
el corazón del Padre.

En el día primero,
vio que todas las cosas eran buenas
porque participaban de tu gloria.

La mañana celebra
tu resurrección y se alegra
con claridad de Pascua.

Se levanta la tierra
como un joven discípulo en tu busca,
sabiendo que el sepulcro está vacío.

En la clara mañana,
tu sagrada luz se difunde
como una gracia nueva.

Que nosotros vivamos
como hijos de luz y no pequemos
contra la claridad de tu presencia.

Salmo 144-I: Himno a la grandeza de Dios

Ant: Día tras día te bendeciré, Señor. Aleluya.

Te ensalzaré, Dios mío, mi rey;
bendeciré tu nombre por siempre jamás.

Día tras día, te bendeciré
y alabaré tu nombre por siempre jamás.

Grande es el Señor, merece toda alabanza,
es incalculable su grandeza;
una generación pondera tus obras a la otra,
y le cuenta tus hazañas.

Alaban ellos la gloria de tu majestad,
y yo repito tus maravillas;
encarecen ellos tus temibles proezas,
y yo narro tus grandes acciones;
difunden la memoria de tu inmensa bondad,
y aclaman tus victorias.

El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: Día tras día te bendeciré, Señor. Aleluya.

Salmo 144-II:

Ant: Tu reinado, Señor, es un reinado perpetuo. Aleluya.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas;

explicando tus hazañas a los hombres,
la gloria y majestad de tu reinado.
Tu reinado es un reinado perpetuo,
tu gobierno va de edad en edad.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: Tu reinado, Señor, es un reinado perpetuo. Aleluya.

Salmo 144-III:

Ant: El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. Aleluya.

El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan.

Los ojos de todos te están aguardando,
tú les das la comida a su tiempo;
abres tú la mano,
y sacias de favores a todo viviente.

El Señor es justo en todos sus caminos,
es bondadoso en todas sus acciones;
cerca está el Señor de los que lo invocan,
de los que lo invocan sinceramente.

Satisface los deseos de sus fieles,
escucha sus gritos, y los salva.
El Señor guarda a los que lo aman,
pero destruye a los malvados.

Pronuncie mi boca la alabanza del Señor,
todo viviente bendiga su santo nombre
por siempre jamás.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. Aleluya.

V/. Hijo mío, haz caso a mis palabras

R/. presta oído a mis consejos

Lectura

V/. Hijo mío, haz caso a mis palabras

R/. presta oído a mis consejos

Vanidad de todas las cosas


Qo 1,1-18

Discurso de Qohelet, hijo de David, rey de Jerusalén:

¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet; vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol?

Una generación se va, otra generación viene, mientras la tierra siempre está quieta. Sale el sol, se pone el sol, jadea por llegar a su puesto y de allí vuelve a salir. Camina al sur, gira al norte, gira y gira y camina el viento. Todos los ríos caminan al mar, y el mar no se llena; llegados al sitio adonde caminan, desde allí vuelven a caminar.

Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas. No se sacian los ojos de ver ni se hartan los oídos de oír. Lo que pasó, eso pasará; lo que sucedió, eso sucederá: nada hay nuevo bajo el sol. Si de algo se dice: «Mira, esto es nuevo», ya sucedió en otros tiempos mucho antes de nosotros. Nadie se acuerda de los antiguos y lo mismo pasará con los que vengan: no se acordarán de ellos sus sucesores.

Yo, Qohelet, fui rey de Israel en Jerusalén. Me dediqué a investigar y a explorar con método todo lo que se hace bajo el cielo. Una triste tarea ha dado Dios a los hombres para que se atareen con ella. Examiné todas las acciones que se hacen bajo el sol: todo es vanidad y caza de viento, torcedura imposible de enderezar, pérdida imposible de calcular.

Y pensé para mí: «Aquí estoy yo, que he acumulado tanta sabiduría, más que mis predecesores en Jerusalén; mi mente alcanzó sabiduría y mucho saber. Y a fuerza de trabajo comprendí que la sabiduría y el saber son locura y necedad.» Y comprendí que también eso es caza de viento, pues a más sabiduría más pesadumbre, y aumentando el saber se aumenta el sufrir.

R/. Examiné todas las acciones que se hacen bajo el sol: todo es vanidad y caza de viento. Como salió el hombre del vientre de su madre, así volverá: desnudo; y nada se llevará.


V/. Sin nada vinimos al mundo y sin nada nos iremos de él.

R/. Como salió el hombre del vientre de su madre, así volverá: desnudo; y nada se llevará.

L. Patrística

Sin la caridad, todo es vanidad de vanidades
San Máximo Confesor

Tratados sobre la caridad, Centuria 1, cap. 1,4-5.16-17.23-24.26-28.30-40

La caridad es aquella buena disposición del ánimo que nada antepone al conocimiento de Dios. Nadie que esté subyugado por las cosas terrenas podrá nunca alcanzar esta virtud del amor a Dios.

El que ama a Dios antepone su conocimiento a todas las cosas por él creadas, y todo su deseo y amor tienden continuamente hacia él.

Como sea que todo lo que existe ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios es inmensamente superior a sus criaturas, el que dejando de lado a Dios, incomparablemente mejor, se adhiere a las cosas inferiores demuestra con ello que tiene en menos a Dios que a las cosas por él creadas.

El que me ama - dice el Señor- guardará mis mandamientos. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros. Por tanto, el que no ama al prójimo no guarda su mandamiento. Y el que no guarda su mandamiento no puede amar a Dios.

Dichoso el hombre que es capaz de amar a todos los hombres por igual.

El que ama a Dios ama también inevitablemente al prójimo; y el que tiene este amor verdadero no puede guardar para sí su dinero, sino que lo reparte según Dios a todos los necesitados.

El que da limosna no hace, a imitación de Dios, discriminación alguna, en lo que atañe a las necesidades corporales, entre buenos y malos, justos e injustos, sino que reparte a todos por igual, a proporción de las necesidades de cada uno, aunque su buena voluntad le inclina a preferir a los que se esfuerzan en practicar la virtud, más bien que a los malos.

La caridad no se demuestra solamente con la limosna, sino, sobre todo, con el hecho de comunicar a los demás las enseñanzas divinas y prodigarles cuidados corporales.

El que, renunciando sinceramente y de corazón a las cosas de este mundo, se entrega sin fingimiento a la práctica de la caridad con el prójimo pronto se ve liberado de toda pasión y vicio, y se hace partícipe del amor y del conocimiento divinos.

El que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina no se cansa ni decae en el seguimiento del Señor, su Dios, según dice el profeta Jeremías, sino que soporta con fortaleza de ánimo todas las fatigas, oprobios e injusticias, sin desear mal a nadie.

No digáis - advierte el profeta Jeremías-: «Somos templo del Señor». Tú no digas tampoco: «La sola y escueta fe en nuestro Señor Jesucristo puede darme la salvación». Ello no es posible si no te esfuerzas en adquirir también la caridad para con Cristo, por medio de tus obras. Por lo que respecta a la fe sola, dice la Escritura: También los demonios creen y tiemblan.

El fruto de la caridad consiste en la beneficencia sincera y de corazón para con el prójimo, en la liberalidad y la paciencia; y también en el recto uso de las cosas.




Séptimo Domingo
ciclo a

TRATAR BIEN A TODOS


— Debemos vivir la caridad en toda ocasión y circunstancia. Comprensión para quienes están en el error, pero firmeza ante la verdad y el bien.

— Caridad con quienes no nos aprecian, con quienes calumnian y difaman, con quienes se sienten enemigos..., con todos. Oración por ellos.

— La caridad nos lleva a vivir la amistad con un hondo sentido cristiano.

I. Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo... al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también la capa; a quien te fuerce a andar una milla, ve con él dos... Son palabras de Jesús en el Evangelio de la Misa1, que nos invitan a vivir la caridad más allá de los criterios de los hombres. Ciertamente, en el trato con los demás no podemos ser ingenuos y hemos de vivir la justicia –también para exigir los propios derechos– y la prudencia, pero no debe parecernos excesiva cualquier renuncia o sacrificio en bien de otros. Así nos asemejamos a Cristo que, con su muerte en la Cruz, nos dio un ejemplo de amor por encima de toda medida humana.

Nada tiene el hombre tan divino –tan de Cristo– como la mansedumbre y la paciencia para hacer el bien2. «Busquemos aquellas virtudes –nos aconseja San Juan Crisóstomo– que, junto con nuestra salvación, aprovechan principalmente al prójimo... En lo terreno, nadie vive para sí mismo; el artesano, el soldado, el labrador, el comerciante, todos sin excepción contribuyen al bien común y al provecho del prójimo. Con mayor razón en lo espiritual, porque este es el vivir verdadero. El que solo vive para sí y desprecia a los demás es un ser inútil, no es hombre, no pertenece a nuestro linaje»3.

Las múltiples llamadas del Señor –y especialmente su mandamiento nuevo4– para vivir en todo momento la caridad han de estimularnos a seguirle de cerca con hechos concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de proporcionar alegrías a quienes están a nuestro lado, sabiendo que nunca adelantaremos lo suficiente en esta virtud. En la mayoría de los casos se concretará solo en pequeños detalles, en algo tan simple como una sonrisa, una palabra de aliento, un gesto amable... Todo esto es grande a los ojos de Dios, y nos acerca mucho a Él. Al mismo tiempo, consideramos hoy en nuestra oración todos esos aspectos en los que, si no estamos vigilantes, sería fácil faltar a la caridad: juicios precipitados, crítica negativa, falta de consideración con las personas por ir demasiado ocupados en algún asunto propio, olvidos... No es norma del cristiano el ojo por ojo y diente por diente, sino la de hacer continuamente el bien aunque, en ocasiones, no obtengamos aquí en la tierra ningún provecho humano. Siempre se habrá enriquecido nuestro corazón.

La caridad nos lleva a comprender, a disculpar, a convivir con todos, de modo que «quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa deben ser también objeto de nuestro respeto y de nuestro aprecio (...).

«Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa»5. «Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto; si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar»6, y esa es la mayor muestra de amor y de caridad.

II. El precepto de la caridad no se extiende solo a quienes nos quieren y nos tratan bien, sino a todos, sin excepción. Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian.

También, si alguna vez nos sucede, debemos vivir la caridad con quienes nos hacen mal, con los que nos difaman y quitan la honra, con quienes buscan positivamente perjudicarnos. El Señor nos dio ejemplo en la Cruz7, y el mismo camino del Maestro siguieron sus discípulos8. Él nos enseñó a no tener enemigos personales –como han atestiguado con heroísmo los santos de todas las épocas– y a considerar el pecado como el único mal verdadero. La caridad adquirirá diversas manifestaciones que no están reñidas con la prudencia y la defensa justa, con la proclamación de la verdad ante la difamación, y con la firmeza en defensa del bien y de los legítimos intereses propios o del prójimo, y de los derechos de la Iglesia. Pero el cristiano ha de tener siempre un corazón grande para respetar a todos, incluso a los que se manifiestan como enemigos, «no porque son hermanos –señala San Agustín–, sino para que lo sean; para andar siempre con amor fraterno hacia el que ya es hermano y hacia el que se manifiesta como enemigo, para que venga a ser hermano»9.

Esta manera de actuar, que supone una honda vida de oración, nos distingue claramente de los paganos y de quienes de hecho no quieren vivir como discípulos de Cristo. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen también lo mismo los paganos? La fe cristiana pide no solo un comportamiento humano recto, sino virtudes heroicas, que se ponen de manifiesto en el vivir ordinario.

También, con la ayuda de la gracia, viviremos la caridad con quienes no se comportan como hijos de Dios, con los que le ofenden, porque «ningún pecador, en cuanto tal, es digno de amor, pero todo hombre, en cuanto tal, es amable por Dios»10. Todos siguen siendo hijos de Dios y capaces de convertirse y alcanzar la gloria eterna. La caridad nos impulsará a la oración, a la ejemplaridad, al apostolado, a la corrección fraterna, confiando en que todo hombre es capaz de rectificar sus errores. Si alguna vez son particularmente dolorosas las ofensas, las injurias, las calumnias, pediremos ayuda a Nuestra Señora, a la que, en muchas ocasiones, hemos contemplado al pie de la Cruz, sintiendo muy de cerca aquellas infamias contra su Hijo: y gran parte de aquellas injurias, no lo olvidemos, eran nuestras. Nos dolerán más por la ofensa a Dios que significan, y por el daño que pueden causar a otras personas, y nos moverán a desagraviar al Señor y a reparar en lo que esté en nuestras manos.

III. El corazón del cristiano ha de ser grande. Evidentemente, su caridad debe ser ordenada y, en consecuencia, ha de comenzar a vivirla con los más próximos, con aquellas personas que, por voluntad de Dios, están a su alrededor; sin embargo, nuestro aprecio y afecto nunca puede ser excluyente o limitarse a ámbitos reducidos. No quiere el Señor un apostolado de tan cortos horizontes.

La unión con Dios que procuramos hacer fructificar con su gracia en nuestra conducta nos debe llevar a tener presente la dimensión entrañablemente humana del apostolado. La actitud del cristiano, su convivencia con todos, debe parecerse a un generoso caudal de cariño sobrenatural y cordialidad humana, procurando superar la tendencia al egoísmo, a quedarse en sus cosas.

En nuestra oración personal pedimos al Señor que nos ensanche el corazón; que nos ayude a ofrecer sinceramente a más personas nuestra amistad; que nos impulse a hacer apostolado con cada uno, aunque no seamos correspondidos, aunque sea necesario a menudo enterrar nuestro propio yo, ceder en el propio punto de vista o en un gusto personal. La amistad leal incluye un esfuerzo positivo –que mantendremos en el trato asiduo con Jesucristo– «por comprender las convicciones de nuestros amigos, aunque no lleguemos a compartirlas, ni a aceptarlas»11 porque no puedan conciliarse con nuestras convicciones de cristianos.

El Señor no deja de perdonar nuestras ofensas siempre que volvemos a Él movidos por su gracia; tiene paciencia infinita con nuestras mezquindades y errores; por eso, nos pide –así nos lo ha enseñado en el Padrenuestro de modo expreso– que tengamos paciencia ante situaciones y circunstancias que dificultan acercarse a Dios a personas, conocidos o amigos, que encontramos a nuestro paso. La falta de formación y la ignorancia de la doctrina, los defectos patentes, incluso una aparente indiferencia, no han de apartarnos de esas personas, sino que han de ser para nosotros llamadas positivas, apremiantes, luces que señalan una mayor necesidad de ayuda espiritual en quienes los padecen: han de ser estímulo para intensificar nuestro interés por ellos, por cada uno. Nunca motivo para alejarnos.

Formulemos un propósito concreto que nos acerque a los parientes, amigos y conocidos que más lo necesitan, y pidamos gracias a la Santísima Virgen para llevarlo a cabo.



4º domingo de san José

DOLORES Y GOZOS (I)


— El Señor ilumina siempre a quien actúa con rectitud de intención. El misterio de la concepción virginal de María.

— Nacimiento de Jesús en Belén. La Circuncisión.

— La profecía de Simeón.

I. Cuando contemplamos la vida de San José descubrimos que estuvo llena de penas y de alegrías, de dolores y de gozos. Es más, el Señor quiso enseñarnos a través de su vida que la felicidad nunca está lejos de la Cruz, y que cuando la oscuridad y el sufrimiento se llevan con sentido sobrenatural, no tardan en aparecer la claridad y la paz en el alma. Junto a Cristo, los dolores se tornan gozos.

El Evangelio nos habla del primer dolor y del primer gozo del Santo Patriarca. Escribe San Mateo: Estando desposada su Madre, María, con José, antes de que conviviesen, se encontró que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo1. José conocía bien la santidad de su esposa, no obstante los signos de su maternidad. Y esto le llevó a estar en una situación de perplejidad, de oscuridad interior. Nadie como él conocía la virtud y la bondad del corazón de María, y la amaba con un amor humano, limpio, purísimo, sin medida. Y, porque era justo, se sentía obligado a actuar con arreglo a la ley de Dios. Para evitar la infamia pública de María, decidió en su corazón dejarla privadamente. Fue para él -como lo fue para María una durísima prueba que le desgarró su corazón.

Del mismo modo que fue inmenso el dolor en medio de la oscuridad, así debió ser inconmensurable el gozo, cuando vino la luz a su alma. Estando él considerando estas cosas... estas cosas que no entiende, en las que su alma está sin luz, que no puede comunicar a nadie. Encontrándose en esta situación, se le apareció un ángel en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo2. Todas las dudas desaparecieron, todo tenía su explicación. Su alma, llena de paz, parecía el cielo claro y limpio después del paso de una gran borrasca. Recibe dos tesoros divinos, Jesús y María, que constituirán la razón de su vida. Le es dada la esposa más amable y digna, que es la Madre de Dios, y el Hijo de Dios hecho hijo suyo por ser también Hijo de María. José es ya otro: «se convirtió en el depositario del misterio escondido desde siglos en Dios (cfr. Ef 3, 9)»3.

De este dolor y gozo primero podemos aprender que el Señor ilumina siempre a quien actúa con rectitud de intención y confianza en su Padre Dios, ante situaciones que superan la comprensión de la razón humana4. No siempre entendemos los planes de Dios, sus disposiciones concretas, el porqué de muchos acontecimientos; pero si confiamos en Él, después de la oscuridad de la noche vendrá siempre la claridad de la aurora. Y con ella la alegría y la paz del alma.

II. Meses más tarde, José, acompañado de María, se dirige a Belén para empadronarse, según el edicto de César Augusto5. Llegaron a esta ciudad muy cansados, después de tres o cuatro jornadas de camino; de modo especial la Virgen, por el estado en que se encontraba. Y allí, en el lugar de sus antepasados, no encontraron sitio para instalarse. No hubo lugar para ellos en la posada, ni en las casas en las que San José pidió alojamiento para el Hijo de Dios que iba en el seno purísimo de María. Con la congoja en el alma, José debió de ir de casa en casa contando la misma historia: ...acabamos de llegar, mi esposa va a dar a luz... La Virgen, unos metros detrás, quizá con el borriquillo en el que harían gran parte del camino, contemplaba la misma negativa en una puerta y en otra. ¿Cómo podemos nosotros penetrar en el alma de San José para contemplar una tristeza tan grande? ¡Con qué pena miraría a su esposa, cansada, con las sandalias y el vestido llenos del polvo del camino!

Es posible que alguien les indicara la existencia de unas cuevas naturales a la salida del pueblo. Y José se dirigió a una de ellas, que servía de establo, seguido de la Virgen, que ya no puede dar un paso más. Y sucedió que, estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito y lo recostó en un pesebre...6.

Todas estas penas quedaron completamente olvidadas desde el momento en que María puso en sus brazos al Hijo de Dios, que desde aquel momento era también hijo suyo. Y le besa y lo adora... Y junto a tanta pobreza y sencillez, la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas...7. José también participó de la felicidad radiante de Aquella que era su esposa, de la mujer maravillosa que le había sido confiada. Él vio cómo la Virgen miraba a su Hijo; contempló su dicha, su amor desbordante, cada uno de sus gestos, tan llenos de delicadeza y significación8.

Nos enseñan este dolor y este gozo a comprender mejor que vale la pena servir a Dios, aunque encontremos dificultades, pobreza, dolor... Al final, una sola mirada de la Virgen compensará con creces los pequeños sufrimientos, alguna vez un poco mayores, que tendremos que pasar por servir a Dios.

Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno9. Mediante este rito, todo varón quedaba integrado en el pueblo elegido. Se realizaba en la casa paterna o en la sinagoga por el padre u otra persona. Con la circuncisión se le imponía el nombre.

Si para los judíos este tenía un especial sentido, en el caso de Jesús, que significa Salvador, venía impuesto por el mismo Dios y comunicado a través del ángel, quien había dicho: Le impondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados10. Y había sido decretado por la Trinidad Santa que el Hijo viniese a la tierra y nos redimiera bajo el signo del dolor; era preciso que la imposición del nombre -que significaba la misión que iba a realizar estuviese acompañada de un comienzo de sufrimiento. Uniendo, pues, el gesto a la palabra, José inauguró el misterio de la Redención, haciendo verter las primeras gotas de esa sangre redentora que tendría todos sus efectos en la Pasión dolorosa11. Aquel Niño que lloraba al recibir su nombre iniciaba su oficio de Salvador.

San José sufrió al ver aquella primera sangre derramada, porque, conociendo la Escritura, sabía, aunque veladamente, que un día Aquel que ya era su hijo derramaría hasta la última gota de su Sangre para llevar a cabo lo que su nombre significaba. Se llenó también de gozo al tenerlo en sus brazos y poderle llamar Jesús, nombre que luego tantas veces repetiría lleno de respeto y de amor. Siempre se acordaría del misterio que encerraba.

III. Cumplidos los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor12. Allí, en el Templo, tuvo lugar la purificación de María de una impureza legal en la que no había incurrido, y la presentación, la ofrenda de Jesús y su rescate, como estaba prescrito en la Ley de Moisés. En el Templo, movido por el Espíritu Santo, vino al encuentro de la Sagrada Familia un hombre justo ya anciano. Tomó en sus brazos al Mesías, con inmensa alegría, y alabó a Dios.

Simeón les anuncia que aquel Niño de pocos días será signo de contradicción, porque algunos se obstinarán en rechazarlo, y señala también que María habría de estar íntimamente unida a la obra redentora de su Hijo: una espada atravesaría su corazón. La espada de que les habló Simeón expresa la participación de María en los sufrimientos de su Hijo; es un dolor inenarrable, que traspasa su alma. María vislumbró enseguida la inmensidad del sacrificio de su Hijo y, por lo mismo, su propio sacrificio. Dolor inmenso, sobre todo, porque en aquel momento en que es llamada Corredentora sabe que algunos no querrán participar de las gracias del sacrificio de su Hijo. El anuncio de Simeón, «la espada en el corazón de María -y añadimos inmediatamente: en el corazón de José, que es uno con ella, cor unum et anima una no es más que el reflejo de la lucha por o contra Jesús. María está, así, asociada (...) al drama de los cien actos diversos que será la historia de los hombres. Pero para nosotros es evidente que también José está asociado a ello, en la medida en que a un padre le es posible estar asociado a la vida de su hijo, en la medida en que un esposo fiel y amante puede estar asociado a todo lo que atañe a su esposa»13. Mucho más en el caso de San José: cuando oyó a Simeón, también una espada atravesó su corazón.

Aquel día se descorrió un poco más el velo del misterio de la Salvación, que llevaría a cabo aquel Niño que se le había confiado. Por aquella nueva ventana abierta en su alma contempló el dolor del Hijo y de su esposa. Y los hizo suyos. Nunca olvidaría ya las palabras que oyó aquella mañana en el Templo.

Junto a este dolor, la alegría de la profecía de la redención universal: Jesús estaba puesto ante la faz de todos los pueblos, sería la luz que ilumine a los gentiles y la gloria de Israel. Ninguna pena más grande que el ver la resistencia a la gracia; ninguna alegría es comparable a ver que la Redención se está realizando hoy y que son muchos los que se acercan a Cristo. ¿No hemos participado quizá de este gozo cuando un amigo nuestro se ha acercado de nuevo a Dios en el sacramento de la Penitencia o se decide a dedicar su vida a Dios sin condiciones?

«¡Oh Santísima y Amantísima Virgen! –le pedimos a Nuestra Señora–, ayúdanos a compartir los sufrimientos de Jesús como Tú lo hiciste y a sentir en nuestro corazón un horror profundo al pecado, un deseo más intenso de santidad, un amor más generoso a Jesús y a su cruz, para que, como Tú, reparemos con nuestro amor ardiente y compasivo sus inmensos padecimientos y humillaciones»14. San José, nuestro Padre y Señor, ayúdanos con tu intercesión poderosa a llevar a Jesús a muchos que andan alejados o, al menos, no lo suficientemente cerca, como Él desea.





R/. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. Quien ama a su hermano permanece en la luz.


V/. En esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos.

R/. Quien ama a su hermano permanece en la luz.

Te Deum



A ti, oh Dios, te alabamos,
a ti, Señor, te reconocemos.

A ti, eterno Padre,
te venera toda la creación.

Los ángeles todos, los cielos
y todas las potestades te honran.

Los querubines y serafines
te cantan sin cesar:

Santo, Santo, Santo es el Señor,
Dios del universo.

Los cielos y la tierra
están llenos de la majestad de tu gloria.

A ti te ensalza
el glorioso coro de los apóstoles,
la multitud admirable de los profetas,
el blanco ejército de los mártires.

A ti la Iglesia santa,
extendida por toda la tierra,
te proclama:

Padre de inmensa majestad,
Hijo único y verdadero, digno de adoración,
Espíritu Santo, Defensor.

Tú eres el Rey de la gloria, Cristo.

Tú eres el Hijo único del Padre.

Tú, para liberar al hombre,
aceptaste la condición humana
sin desdeñar el seno de la Virgen.

Tú, rotas las cadenas de la muerte,
abriste a los creyentes el reino del cielo.

Tú te sientas a la derecha de Dios
en la gloria del Padre.

Creemos que un día
has de venir como juez.

Te rogamos, pues,
que vengas en ayuda de tus siervos,
a quienes redimiste con tu preciosa sangre.

Haz que en la gloria eterna
nos asociemos a tus santos.


Salva a tu pueblo, Señor,
y bendice tu heredad.

Sé su pastor
y ensálzalo eternamente.

Día tras día te bendecimos
y alabamos tu nombre para siempre,
por eternidad de eternidades.

Dígnate, Señor, en este día
guardarnos del pecado.

Ten piedad de nosotros, Señor,
ten piedad de nosotros.

Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.

En ti, Señor, confié,
no me veré defraudado para siempre.

Salmo 92: Gloria del Dios creador

Ant: El Señor es admirable en el cielo. Aleluya.

El Señor reina, vestido de majestad,
el Señor, vestido y ceñido de poder:
así está firme el orbe y no vacila.

Tu trono está firme desde siempre,
y tú eres eterno.

Levantan los ríos, Señor,
levantan los ríos su voz,
levantan los ríos su fragor;

pero más que la voz de aguas caudalosas,
más potente que el oleaje del mar,
más potente en el cielo es el Señor.

Tus mandatos son fieles y seguros;
la santidad es el adorno de tu casa,
Señor, por días sin término.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: El Señor es admirable en el cielo. Aleluya.

Daniel 3,57-88.56: Toda la creación alabe al Señor

Ant: Eres alabado, Señor, y ensalzado por los siglos. Aleluya.

Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.

Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
cielos, bendecid al Señor.

Aguas del espacio, bendecid al Señor;
ejércitos del Señor, bendecid al Señor.

Sol y luna, bendecid al Señor;
astros del cielo, bendecid al Señor.

Lluvia y rocío, bendecid al Señor;
vientos todos, bendecid al Señor.

Fuego y calor, bendecid al Señor;
fríos y heladas, bendecid al Señor.

Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;
témpanos y hielos, bendecid al Señor.

Escarchas y nieves, bendecid al Señor;
noche y día, bendecid al Señor.

Luz y tinieblas, bendecid al Señor;
rayos y nubes, bendecid al Señor.

Bendiga la tierra al Señor,
ensálcelo con himnos por los siglos.

Montes y cumbres, bendecid al Señor;
cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.

Manantiales, bendecid al Señor;
mares y ríos, bendecid al Señor.

Cetáceos y peces, bendecid al Señor;
aves del cielo, bendecid al Señor.

Fieras y ganados, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.

Hijos de los hombres, bendecid al Señor
bendiga Israel al Señor.

Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;
siervos del Señor, bendecid al Señor.

Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;
santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.

Ananías, Azarías y Misael, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.

Bendigamos al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo,
ensalcémoslo con himnos por los siglos.

Bendito el Señor en la bóveda del cielo,
alabado y glorioso y ensalzado por los siglos.

Ant: Eres alabado, Señor, y ensalzado por los siglos. Aleluya.

Salmo 148: Alabanza del Dios creador

Ant: Alabad al Señor en el cielo. Aleluya.

Alabad al Señor en el cielo,
alabad al Señor en lo alto.

Alabadlo, todos sus ángeles;
alabadlo, todos sus ejércitos.

Alabadlo, sol y luna;
alabadlo, estrellas lucientes.

Alabadlo, espacios celestes
y aguas que cuelgan en el cielo.

Alaben el nombre del Señor,
porque él lo mandó, y existieron.

Les dió consistencia perpetua
y una ley que no pasará.

Alabad al Señor en la tierra,
cetáceos y abismos del mar,

rayos, granizo, nieve y bruma,
viento huracanado que cumple sus órdenes,

montes y todas las sierras,
árboles frutales y cedros,

fieras y animales domésticos,
reptiles y pájaros que vuelan.

Reyes y pueblos del orbe,
príncipes y jefes del mundo,

los jóvenes y también las doncellas,
los viejos junto con los niños,

alaben el nombre del Señor,
el único nombre sublime.

Su majestad sobre el cielo y la tierra;
él acrece el vigor de su pueblo.

Alabanza de todos sus fieles,
de Israel, su pueblo escogido.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: Alabad al Señor en el cielo. Aleluya.

Lectura

Ez 37,12b -14

Así dice el Señor: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que yo soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis; os colocaré en vuestra tierra, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago». Oráculo del Señor.

V/. Cristo, Hijo de Dios vivo, ten piedad de nosotros.

R/. Cristo, Hijo de Dios vivo, ten piedad de nosotros.

V/. Tú que estás sentado a la derecha del Padre.

R/. Ten piedad de nosotros.

V/. Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo

R/. Cristo, Hijo de Dios vivo, ten piedad de nosotros.

Cántico Ev.

Ant: Dios, vuestro Padre, hace salir el sol sobre malos y buenos.



Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo,
por boca de sus santos profetas.

Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian;
realizando la misericordia
que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán.

Para concedernos que, libres de temor,
arrancados de la mano de los enemigos,
le sirvamos con santidad y justicia,
en su presencia, todos nuestros días.

Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos,
anunciando a su pueblo la salvación,
el perdón de sus pecados.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas
y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant: Dios, vuestro Padre, hace salir el sol sobre malos y buenos.

Preces

Invoquemos a Dios Padre, que, por mediación de su Hijo, envió el Espíritu Santo, para que con su luz santísima penetrara las almas de sus fieles, y digámosle:

Ilumina, Señor, a tu pueblo.

- Te bendecimos, Señor, a ti que eres nuestra luz,
y te pedimos que este domingo que ahora comenzamos transcurra todo él consagrado a tu alabanza


- Tú que, por la resurrección de tu Hijo, quisiste iluminar el mundo,
haz que tu Iglesia difunda entre todos los hombres la alegría pascual


- Tú que por el Espíritu de la verdad, adoctrinaste a los discípulos de tu Hijo,
envía este mismo Espíritu a tu Iglesia para que permanezca siempre fiel a ti


- Tú que eres luz para todos los hombres, acuérdate de los que viven aún en las tinieblas
y abre los ojos de su mente para que te reconozcan a ti, único Dios verdadero

Por Jesús hemos sido hechos hijos de Dios; por esto, nos atrevemos a decir:

Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre;

venga a nosotros tu reino;

hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día;

perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

No nos dejes caer en la tentación,

y líbranos del mal.

Final

Dios todopoderoso y eterno, concede a tu pueblo que la meditación asidua de tu doctrina le enseñe a cumplir, de palabra y de obra, lo que a ti te complace. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

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