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miércoles, 21 de septiembre de 2022

 San Mateo, apóstol y evangelista, fiesta


Ef 4,1-7.11-13: El ha constituído a unos, apóstoles; a otros, evangelizadores.


Hermanos: Yo, el prisionero por el Señor, os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vinculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. Y él ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelizadores, a otros, pastores y maestros, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud.


Sal 18,2-3.4-5: A toda la tierra alcanza su pregón.


El cielo proclama la gloria de Dios,

el firmamento pregona la obra de sus manos:

el día al día le pasa el mensaje,

la noche a la noche se lo susurra.


Sin que hablen, sin que pronuncien,

sin que resuene su voz,

a toda la tierra alcanza su pregón

y hasta los límites del orbe su lenguaje.


Mt 9,9-13: Sígueme. El se levantó y lo siguió.


En aquel tiempo, vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo:


-Sígueme.


El se levantó y lo siguió.


Y estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos.


Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos:


-¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?


Jesús lo oyó y dijo:


-No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa «misericordia quiero y no sacrificios»: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.


Francisco Fernández-CarvajalHablar con Dios


21 de septiembre


SAN MATEO,

APÓSTOL Y EVANGELISTA*


Fiesta


— Correspondencia de San Mateo a la llamada del Señor. Nuestra correspondencia.


— La alegría de la vocación.


— Una vocación esencialmente apostólica.


I. San Marcos, San Lucas y el propio San Mateo narran la vocación de este inmediatamente después de la curación del paralítico de Cafarnaún. Probablemente el mismo día o al siguiente, se dirigió Jesús a la orilla del mar seguido de una gran muchedumbre1. Y en el camino pasó delante del lugar donde se pagaban los tributos por el tránsito de mercancías de una región a otra. Cafarnaún, además de un pequeño puerto de mar, era ciudad fronteriza con la región de Perea, al otro lado del Jordán.


Mateo, como publicano, estaba al servicio de Herodes y, sin ser funcionario, era arrendatario de los impuestos. Este oficio era mal visto, incluso despreciado, por el pueblo, aunque a la vez apetecido por la facilidad de enriquecimiento que proporcionaba. Es de suponer que este publicano era de buena posición, pues pudo dar un gran banquete en su casa, al que asistió un grandísimo número de publicanos Y otros que los acompañaban a la mesa2.


Al pasar Jesús, le invitó a que le siguiera. Y dejadas todas las cosas se levantó y le siguió3. Se trata de una respuesta rápida y generosa. Mateo, que debía conocer al Maestro de otras ocasiones, esperó este gran momento, y a la primera insinuación no dudó en dejarlo todo para seguir a Jesús. Solo Dios sabe lo que vio aquel día en Mateo, y solo el Apóstol sabrá lo que contempló en Jesús para dejar inmediatamente la mesa de las recaudaciones y seguirle. «Y al mostrar una decisión pronta y desprenderse así de golpe de todas las cosas de la vida, atestiguaba muy bien, por su perfecta obediencia, que le había llamado el Señor en el momento oportuno»4. El instante y la situación en los que el Señor se insinúa en el alma pidiendo una entrega sin reservas son los que Dios tiene previstos en su Providencia, y son por tanto los más oportunos. A veces lo hará a una temprana edad, y a esos pocos años, para esa persona, corresponde el mejor momento para seguir la llamada del Señor. Otras, Cristo llama en la madurez y en las circunstancias familiares, de trabajo, etc., más diversas. Con la vocación, Dios acompaña la gracia para responder prontamente y ser fieles hasta el final. Además, puede suceder que, cuando se dice que no al Señor en espera de decirle sí más adelante, en un tiempo que subjetivamente parezca más oportuno, ese momento no se presente, porque toda resistencia a la gracia endurece el corazón5. También es posible que el Señor no pase una segunda vez: que no haya una segunda repetición de la llamada amorosa. Esto llevaba a San Agustín a animar a todos los fieles a corresponder a la gracia cuando Dios la da; y añadía: Timeo Jesum praetereuntem et non redeuntem, temo que Jesús pase y no vuelva6.


En todos nosotros se fija el Maestro, cualesquiera que sean nuestra edad y condición. Sabemos bien que Jesucristo pasa cerca de nuestra vida, nos mira y se dirige a nosotros de manera singular. Nos invita a seguirle más de cerca, y a la vez nos deja en la mayoría de los casos metidos en la entraña de la sociedad, del trabajo, de la familia... «Piensa en lo que dice el Espíritu Santo, y llénate de pasmo y de agradecimiento: “elegit nos ante mundi constitutionem” nos ha elegido, antes de crear el mundo, “ut essemus sancti in conspectu eius!” para que seamos santos en su presencia.


»Ser santo no es fácil, pero tampoco es difícil. Ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. El que más se parece a Cristo, ese es más cristiano, más de Cristo, más santo.


»Y ¿qué medios tenemos? Los mismos que los primeros fieles, que vieron a Jesús, o lo entrevieron a través de los relatos de los Apóstoles o de los Evangelistas»7.


II. San Mateo, para celebrar y agradecer su vocación, dio un gran banquete, al que invitó a sus amigos, a muchos de los cuales se les consideraba o eran pecadores. Este gesto refleja la alegría del nuevo Apóstol por su vocación, que es un gran bien del que es preciso alegrarse siempre. Si nos fijamos solo en la renuncia que lleva consigo toda invitación de Dios a seguirle con paso más firme, si miramos solo lo que hay que dejar y no el don de Dios, el bien que va a llevar a cabo en nosotros y a través de nosotros, podría venir la tristeza, como al joven rico que no quiso dejar sus riquezas y se marchó triste8. Solo pensó en lo que dejaba. No llegó a conocer la maravilla de estar con Cristo y de ser su instrumento para cosas grandes. «Quizá ayer eras una de esas personas amargadas en sus ilusiones, defraudadas en sus ambiciones humanas. Hoy, desde que Él se metió en tu vida ¡gracias, Dios mío!, ríes y cantas, y llevas la sonrisa, el Amor y la felicidad dondequiera que vas»9.


La vida de quien ha sido llamado por Cristo y todos lo hemos sido no puede ser como la de aquel personaje que Jesús nombra cuando ya parece terminada la parábola del hijo pródigo: el hermano mayor que ha permanecido en la finca del padre, que ha sido buen trabajador, que no ha salido de los límites de la hacienda paterna... que ha sido fiel, pero sin alegría, sin caridad con su hermano menor, que por fin acaba de volver. Es la imagen viva del justo que no acierta a comprender que poder servir a Dios y gozar de su amistad y presencia es ya una continua fiesta. No entiende que en el servicio a Dios está ya la misma recompensa, que el mismo servir es reinar. Dios espera de nosotros un servicio alegre, no de mala gana ni forzado, pues Dios ama al que da con alegría10. Hay siempre suficientes motivos de fiesta, de acción de gracias, de estar alegres, cuando estamos sirviendo al Señor, cuando decimos sí a sus llamadas.


San Mateo se convirtió en un testigo excepcional de la vida y de los hechos del Maestro. Un poco más tarde sería elegido uno de los Doce para seguir al Señor en todos sus pasos: escuchó sus palabras y contempló sus milagros, estuvo entre los íntimos que celebraron la Última Cena y asistió a la institución de la Eucaristía, oyó el testamento del Señor en el Mandamiento del amor y acompañó a Cristo al Huerto de los Olivos, donde empezaría, con los otros discípulos, un calvario de angustia, especialmente por haber abandonado también a Jesús. Después, muy poco después, saboreó la alegría de la Resurrección y, antes de la Ascensión, recibió el mandato de llevar la Buena Nueva hasta los confines de la tierra. Más tarde, también con los discípulos y la Santísima Virgen, recibió el fuego del Espíritu Santo, en Pentecostés. Al escribir su Evangelio recordaría tantos momentos gratos junto al Maestro. Comprendió que su vida cerca de Cristo había valido la pena. ¡Qué diferencia si se hubiera quedado aquella mañana amarrado al telonio de los impuestos y no hubiera sabido seguir a Jesús que pasaba! Nuestra vida, ¡bien lo sabemos!, solo vale la pena si la vivimos junto a Cristo, en una correspondencia cada día más fiel. Si ante cada llamamiento que nos hace Jesús para vivir más cerca de Él respondemos con prontitud y alegría.


III. Al banquete que dio Mateo asistieron sus amigos y muchos conocidos. Algunos eran publicanos. Los fariseos y los escribas murmuraban entre sí, y decían a los discípulos de Jesús: ¿Por qué coméis y bebéis con publicanos y pecadores?11. San Jerónimo, en una nota al margen del texto y en tono jocoso, anota que aquello debió ser un festín de pecadores.


El Maestro asistió al banquete en casa del nuevo discípulo. Y lo haría de buen grado, con gusto, aprovechando aquella oportunidad para ganarse la simpatía de los amigos de Mateo. Jesús, a quien le llegaron los comentarios malintencionados de los fariseos, les respondió con una enseñanza llena de sabiduría y de sencillez: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos12. Muchos de los asistentes al banquete se sintieron acogidos por el Señor, y pasado un tiempo se bautizarían y serían cristianos fieles. A nosotros nos enseña el Señor con su ejemplo a estar abiertos a todos para ganarlos a todos. «El diálogo de salvación no quedó condicionado por los méritos de aquellos a quienes se dirigía, ni tampoco por los resultados favorables o contrarios: no tienen necesidad de médico los que están sanos... El diálogo de salvación se abrió, se ofrece a todos; se abrió para todos los hombres sin discriminación alguna...»13. Nadie nos debe ser indiferente; cuanto mayor sea la necesidad, mayor ha de ser nuestro empeño apostólico, mayores los medios humanos y sobrenaturales que hemos de emplear. Examinemos hoy en nuestra oración si tenemos un trato acogedor con todos; también con aquellos que parecen estar más lejos de nuestras ideas y de nuestro modo cristiano de pensar y de ver la vida.


«Tienes razón. Desde la cumbre me escribes en todo lo que se divisa y es un radio de muchos kilómetros, no se percibe ni una llanura: tras de cada montaña, otra. Si en algún sitio parece suavizarse el paisaje, al levantarse la niebla, aparece una sierra que estaba oculta.


»Así es, así tiene que ser el horizonte de tu apostolado: es preciso atravesar el mundo. Pero no hay caminos hechos para vosotros... Los haréis, a través de las montañas, al golpe de vuestras pisadas»14.


Agradezcamos hoy al Apóstol el Evangelio que nos legó, leámoslo con piedad para conocer cada vez mejor a Jesús y aprender a amarle con toda nuestra alma.


San Mateo, Apóstol y Evangelista, nació en Cafarnaún, y cuando Jesús lo llamó para formar parte del grupo de los Doce ejercía el oficio de recaudador de impuestos. La Tradición es unánime en reconocerlo como autor del primer Evangelio, escrito en arameo y traducido poco después al griego. Según la Tradición predicó y sufrió martirio en Oriente, quizá en Persia.


25ª semana. Miércoles


VISITAR A LOS ENFERMOS


— Imitar a Cristo en su compasión por los que sufren.


— Llevar a cabo lo que Él haría en esas circunstancias.


— Con la caridad, la mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos.


I. Entre las obras de misericordia corporales, la Iglesia ha vivido desde los primeros tiempos la de visitar y acompañar a quien padece una enfermedad, aliviándole en lo posible y ayudándole a santificar ese estado. Ha insistido siempre en la necesidad y en la urgencia de esta manifestación de caridad, que tanto nos asemeja al Maestro y que tanto bien hace al enfermo y a quien la practica. «Ya se trate de niños que han de nacer, ya de personas ancianas, de accidentados o de necesitados de cura, de impedidos física o mentalmente, siempre se trata del hombre, cuya credencial de nobleza está escrita en las primeras páginas de la Biblia: Dios creó al hombre a su imagen (Gen 1, 27). Por otra parte, se ha dicho a menudo que se puede juzgar de una civilización según su manera de conducirse con los débiles, con los niños, con los enfermos, con las personas de la tercera edad...»1. Allí donde se encuentra un enfermo ha de ser «el lugar humano por excelencia donde cada persona es tratada con dignidad; donde experimente, a pesar del sufrimiento, la proximidad de hermanos, de amigos»2.


Los Evangelios no se cansan de ponderar el amor y la misericordia de Jesús con los dolientes y sus constantes curaciones de enfermos. San Pedro compendia la vida de Jesús en Palestina con estas palabras en casa de Cornelio: Jesús el de Nazaret... pasó haciendo el bien y sanando...3. «Curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma»4. No pocas veces se hizo encontradizo con el dolor y la enfermedad. Cuando ve al paralítico de la piscina, que llevaba ya treinta y ocho años con su dolencia, le preguntó espontáneamente: ¿Quieres curar?5. En otra ocasión se ofrece a ir a la casa donde estaba el siervo enfermo del Centurión6. No huye de las dolencias tenidas por contagiosas y más desagradables: al leproso de Cafarnaún, a quien podía haber curado a distancia, se le acercó y, tocándole, le curó7. Y, como leemos en el Evangelio de la Misa de hoy8, cuando envía por vez primera a los Apóstoles para anunciar la llegada del Reino, les dio a la vez potestad para curar enfermedades.


Nuestra Madre la Iglesia enseña que visitar al enfermo es visitar a Cristo9, servir al que sufre es servir al mismo Cristo en los miembros dolientes de su Cuerpo místico. ¡Qué alegría tan grande oír un día de labios del Señor: Ven, bendito de mi Padre, porque estuve enfermo y me visitaste...! Me ayudaste a sobrellevar aquella enfermedad, el cansancio, la soledad, el desamparo...


Examinemos hoy cómo es nuestro trato con quienes sufren, qué tiempo les dedicamos, qué atención... «—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula?


»Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él»10.


II. La misericordia en el hombre es uno de los frutos de la caridad, y consiste en «cierta compasión de la miseria ajena, nacida en nuestro corazón, por la que –si podemos– nos vemos movidos a socorrerla»11. Es propio de la misericordia volcarse sobre quien padece dolor o necesidad, y tornar sus dolores y apuros como cosa propia, para remediarlos en la medida en que podamos. Por eso, cuando visitamos a un enfermo no estamos como cumpliendo un deber de cortesía; por el contrario, hacemos nuestro su dolor, procuramos aliviarlo, quizá con una conversación amable y positiva, con noticias que le agraden, prestándole pequeños servicios, ayudándole a santificar ese tesoro de la enfermedad que Dios ha puesto en sus manos, quizá facilitándole la oración, o leyéndole algún libro bueno, cuando sea oportuno... Procuramos obrar como Cristo lo haría, pues en su nombre prestamos esas pequeñas ayudas, y nos comportamos a la vez como si acudiéramos a visitar a Cristo enfermo, que tiene necesidad de nuestra compañía y de nuestros desvelos.


Cuando visitamos a una persona enferma o de alguna manera necesitada hacemos el mundo más humano, nos acercamos al corazón del hombre, a la vez que derramamos sobre él la caridad de Cristo, que Él mismo pone en nuestro corazón. «Se podría decir –escribe el Papa Juan Pablo II– que el sufrimiento presente bajo tantas formas diversas en el mundo, está también presente para irradiar el amor al hombre, precisamente en ese desinteresado don del propio “yo” en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento»12. ¡Cuánto bien podemos hacer siendo misericordiosos con el sufrimiento ajeno! ¡Cuántas gracias produce en nuestra alma! El Señor agranda nuestro corazón y nos hace entender la verdad de aquellas palabras del Señor: Es mejor dar que recibir13. Jesús es siempre un buen pagador.


III. La misericordia –afirma San Agustín– es «el lustre del alma», pues la hace aparecer buena y hermosa14 y cubre la muchedumbre de los pecados15, pues «el que comienza a compadecerse de la miseria de otro, empieza a abandonar el pecado»16. Por eso es tan oportuno que nos acompañe ese amigo que tratamos de acercar a Dios cuando vamos a visitar a un enfermo. La preocupación por los demás, por sus necesidades, por sus apuros y sufrimientos, da al alma una especial finura para entender el amor de Dios. Afirma San Agustín que amando al prójimo limpiamos los ojos para poder ver a Dios17. La mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos. El egoísmo endurece el corazón, mientras que la caridad dispone para gozar de Dios. Aquí la caridad es ya un comienzo de la vida eterna18, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad19. ¿Qué mejor recompensa, por ir a visitarlo, podría darnos el Señor, sino Él mismo? ¿Qué mayor premio que aumentar nuestra capacidad de querer a los demás? «Por mucho que ames, nunca querrás bastante.


»El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras.


»Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»20.


Ancianos y enfermos, personas tristes y abandonadas, forman hoy una legión cada vez mayor de seres dolientes que reclaman la atención y la ayuda particular de nosotros los cristianos. «Habrá entre ellos quienes sufran en sus domicilios los rigores de la enfermedad o de la pobreza vergonzante, aunque esos quizá sean los menos. Existen actualmente, como es sabido, numerosos hospitales o residencias de ancianos, promovidos por el Estado y por otras instituciones, bien dotados en lo material y destinados a acoger a un creciente número de necesitados. Pero esos grandes edificios albergan con frecuencia a multitudes de individuos solitarios, que viven espiritualmente en completo abandono, sin compañía ni cariño de parientes y amigos»21. Nuestra atención y compañía a estas personas que sufren atraerá sobre nosotros la misericordia del Señor, de la que andamos tan necesitados.


En la Liturgia de las Horas, se dirige hoy al Señor una petición que bien podemos hacer nuestra al terminar la oración: Haz que sepamos descubrirte a Ti en todos nuestros hermanos, sobre todo en los que sufren y en los pobres22. Muy cerca de quienes sufren encontramos siempre a María. Ella dispone nuestro corazón para que nunca pasemos de largo ante un amigo enfermo, y ante quien padece necesidad en el alma o en el cuerpo.

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