Custodia

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Bendición

domingo, 11 de septiembre de 2022

 XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, solemnidad

Ex 32,7-11.13-14: El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado.

En aquellos días dijo el Señor a Moisés:

-Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un toro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: «Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto.»

Y el Señor añadió a Moisés:

-Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo.

Entonces Moisés suplicó al Señor su Dios:

-¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac y Jacob a quienes juraste por ti mismo diciendo: «Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre.»

Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.

Sal 50,3-4.12-13.17.19: Me pondré en camino adonde está mi padre.

Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa.
Lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado,
un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias.

1Tm 1,12-17: Cristo vino para salvar a los pecadores.

Doy gracias a Cristo Jesús nuestro Señor

que me hizo capaz, se fió de mí

y me confió este ministerio.

Eso que yo antes era un blasfemo,

un perseguidor y un violento.

Pero Dios tuvo compasión de mí,

porque yo no era creyente

y no sabía lo que hacía.

Dios derrochó su gracia en mí,

dándome la fe y el amor cristiano.

Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo:

Que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores,

y yo soy el primero.

Y por eso se compadeció de mí:

para que en mí, el primero,

mostrara Cristo toda su paciencia,

y pudiera ser modelo de todos

los que creerán en él y tendrán vida eterna.

Al rey de los siglos,

inmortal, invisible, único Dios,

honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Lc 15,1-32: Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta.

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:

-Ese acoge a los pecadores y come con ellos.

Jesús les dijo esta parábola:

-Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles:

-¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.

Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.

Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, reúne a las vecinas para decirles:

-¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.

Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.

También les dijo:

Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre:

-Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.

El padre les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.

Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.

Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.

Recapacitando entonces se dijo:

-Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.»

Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo.

Su hijo le dijo:

-Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.

Pero el padre dijo a sus criados:

-Sacad en seguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.

Y empezaron el banquete.

Su hijo mayor estaba en el campo.

Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.

Este le contestó:

-Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.

El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.

Y él replicó a su padre:

-Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.

El padre le dijo:

-Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.



Vigésimo cuarto Domingo
ciclo C

EL HIJO PRÓDIGO


— La misericordia inagotable de Dios.

— La dignidad recuperada.

— Servir a Dios es un honor.

I. Misericordia, Dios mío, por tu bondad, // por tu inmensa compasión borra mi culpa. // Lava del todo mi delito, // limpia mi pecado.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, // renuévame por dentro... // Un corazón contrito y humillado tú no lo despreciarás1.

La liturgia de este domingo trae a nuestra consideración, una vez más, la misericordia inagotable del Señor: ¡un Dios que perdona y que manifiesta su infinita alegría por cada pecador que se convierte! Leemos en la Primera lectura2 cómo Moisés intercede por el pueblo de Dios, que muy pronto ha olvidado el pacto de la Alianza y se ha construido un becerro de oro, mientras él se encontraba en el Sinaí. Moisés no trata de excusar el pecado del pueblo, sino que apoya su plegaria en Dios mismo, en sus antiguas promesas, en su misericordia. El mismo San Pablo nos habla en la Segunda lectura3 de su propia experiencia: Podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia. Es la experiencia íntima de cada uno de nosotros. Todos conocemos cómo Dios no se ha cansado jamás de perdonarnos, de facilitarnos de continuo el camino del perdón.

En el Evangelio de la Misa4 San Lucas recoge esas parábolas de la compasión divina ante el estado en que queda el pecador, y el gozo del Señor al recuperar a quien parecía definitivamente perdido. El personaje central de estas parábolas es Dios mismo, que pone todos los medios para recuperar a sus hijos maltrechos por el pecado: es el pastor que sale tras la oveja descarriada hasta que la encuentra, y luego la carga sobre sus hombros, porque la ve fatigada y exhausta por su descarrío; es la mujer que ha perdido una moneda y enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que la halla; es el padre que, movido por la impaciencia del amor, sale todos los días a esperar a su hijo descarriado, y aguza la vista para ver si cualquier figura que se vislumbra a lo lejos es su hijo pequeño... «En su gran amor por la humanidad, Dios va tras el hombre –escribe Clemente de Alejandría– como la madre vuela sobre el pajarillo cuando este cae del nido; y si la serpiente lo está devorando, revolotea alrededor gimiendo por sus polluelos (cfr. Dt 32, 11). Así Dios busca paternalmente a la criatura, la cura de su caída, persigue a la bestia salvaje y recoge al hijo, animándole a volver, a volar hacia el nido»5.

Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. ¿Cómo nos vamos a retraer de la Confesión ante tanto gozo divino? ¿Cómo no vamos a llevar a nuestros amigos hasta ese sacramento de la misericordia, donde se recupera la paz, la alegría y la dignidad perdidas? La actitud misericordiosa de Dios será, aun cuando estuviéramos lejos, el más poderoso motivo para el arrepentimiento. Antes que nosotros alcemos la mano pidiendo ayuda, ya ha tendido Él la suya –mano fuerte de padre– para levantarnos y ayudarnos a seguir adelante.

II. El pecado, tan detalladamente descrito en la parábola del hijo pródigo, «consiste en la rebelión frente a Dios, o al menos en el olvido o indiferencia ante Él y su amor»6, en el deseo necio de vivir fuera del amparo de Dios, de emigrar a un país lejano, fuera de la casa paterna. «Pero esta “fuga de Dios” tiene como consecuencia para el hombre una situación de confusión profunda sobre su propia identidad, junto con una amarga experiencia de empobrecimiento y de desesperación: el hijo pródigo, según dice la parábola, después de todo comenzó a pasar necesidad y se vio obligado –él, que había nacido en libertad– a servir a uno de los habitantes de aquella región»7. ¡Qué mal se está lejos de Dios! «¿Dónde se estará bien sin Cristo –pregunta San Agustín–, o cuándo se podrá estar mal con Él?»8.

La liturgia de la Misa de hoy nos invita a meditar en la grandeza de nuestro Padre Dios y en su amor por nosotros. Cuando el hijo decide volver para trabajar como un jornalero más en la hacienda, el padre, hondamente conmovido al ver las condiciones en que vuelve, corre a su encuentro y le prodiga todas las muestras de su amor: se le echó al cuello -dice Jesús en la parábola- y lo cubrió de besos. Le acoge como hijo inmediatamente. «Estas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?

»Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rom 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo»9. Padre, Padre mío, le hemos llamado tantas veces, y nos hemos llenado de paz y de consuelo.

Hasta aquí nada había dicho el padre: ahora sus palabras rebosan alegría. No pone condiciones al hijo, no quiere acordarse más del pasado... Piensa en el futuro, en restituir cuanto antes al que llega su dignidad de hijo. Por eso, ni le deja acabar la frase que había preparado, y ordena: Pronto, sacad el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y las sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrar un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido recobrado. El vestido más preciado lo constituye en huésped de honor, el anillo le devuelve la dignidad perdida, las sandalias lo declaran libre10. El amor paterno de Dios se inclina hacia todo hijo pródigo, hacia cualquier miseria humana, y singularmente la miseria moral. Entonces, el que es objeto de la compasión divina «no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y “revalorizado”»11.

En la Confesión, a través del sacerdote, el Señor nos devuelve todo lo que culpablemente perdimos: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Ha establecido este sacramento para que podamos volver una y otra vez a la casa paterna. El Señor nos llena de su gracia y, si el arrepentimiento es profundo, nos coloca en un lugar más alto del que estábamos: «saca, de nuestra miseria, riqueza; de nuestra debilidad, fortaleza. ¿Qué nos preparará, si no lo abandonamos, si lo frecuentamos cada día, si le dirigimos palabras de cariño confirmado con nuestras acciones, si le pedimos todo, confiados en su omnipotencia y en su misericordia? Solo por volver a Él su hijo, después de traicionarle, prepara una fiesta, ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a su lado?»12.

III. Y se pusieron a celebrar la fiesta.

En este momento, cuando parece que la parábola ha terminado, el Señor introduce un personaje más: el hermano mayor. Viene del campo, de trabajar en la finca de su padre, como ha hecho siempre. Cuando llega a casa, la fiesta está en todo su apogeo. Oye la música y los cantos desde lejos y se sorprende. Un criado le informa de que se celebra el retorno de su hermano menor, que ha llegado sin nada. ¡Por fin ha vuelto!

Pero el hermano mayor se enfada. «¿No te ha movido el coro, el regocijo y la fiesta de la casa? –comenta San Agustín–. El banquete de ternero cebado, ¿no te ha hecho pensar? Nadie te excluye a ti. Todo en balde; habla el siervo, dura el enojo, no quiere entrar»13. Es la nota discordante de la tarde. Es también el momento de los reproches ocultos y escondidos durante tanto tiempo, que salen ahora a la luz: tantos años que te sirvo, y nunca me has dado un cabrito..., y ahora ha venido ese hijo tuyo, que ha consumido tu hacienda con meretrices, y has hecho matar un becerro cebado para él.

El Padre es Dios, que tiene siempre las manos abiertas, llenas de misericordia. El hijo pequeño es la imagen del pecador, que se da cuenta de que solo puede ser feliz junto a Dios, aunque sea en el último lugar, pero con su Padre Dios. ¿Y el mayor? Es un hombre trabajador, que ha servido siempre sin salir fuera de los límites de la finca; pero sin alegría. Ha servido porque no había más remedio, y con el tiempo se le ha empequeñecido el corazón. Ha ido perdiendo el sentido de la caridad mientras servía. Su hermano es ya para él ese hijo tuyo. ¡Qué contraste entre el corazón magnánimo del padre y la mezquindad de este hijo mayor! Es la imagen del justo miope para apreciar que servir a Dios y gozar de su amistad y presencia es una continua fiesta, que, en definitiva, servir es reinar14. Es la figura de todo aquel que olvida que estar con Dios –en lo grande y en lo pequeño– es un honor inmerecido. En el mismo servicio está una buena parte de la recompensa. Omnia bona mea tua sunt: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes son tuyos. «Por tanto, todas las honras son nuestras, si nosotros somos de Dios»15. Se nos da el mismo Dios, y todas sus riquezas con Él: ¿qué más podemos pedir?

Dios espera de nosotros una entrega alegre, no de mala gana ni forzado, pues Dios ama al que da con alegría16. Hay siempre suficientes motivos de fiesta, de acción de gracias, de alegría, junto a Dios. Y especialmente cuando se nos presenta la ocasión de ser magnánimos –de tener corazón grande, comprensivo– con un hermano nuestro. «¡Qué dulce alegría la de pensar que el Señor es justo, es decir, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿Por qué, pues, temer? El buen Dios, infinitamente justo, que se dignó perdonar con tanta misericordia las culpas del hijo pródigo, ¿no será también justo conmigo, que estoy siempre junto a Él?»17, con alegría, con deseos de servirle hasta en lo más pequeño.

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