Custodia

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Saludo

Bendición

sábado, 17 de agosto de 2024

Lecturas y reflexiones +

 



Primera lectura


Ez 18,1-10.13b.30-32

Los juzgaré a cada uno según su proceder

Lectura de la profecía de Ezequiel.

ME fue dirigida esta palabra del Señor:
«¿Por qué andan repitiendo este refrán en la tierra de Israel?:
"Los padres comieron agraces y los hijos tuvieron dentera". 
Por mi vida -oráculo del Señor Dios- que nadie volverá a repetir ese refrán en Israel, porque todas las vidas son mías:
La vida del padre como la del hijo. El que peque, ese morirá.
Si un hombre es inocente y se comporta recta y justamente; si no come en los montes ni levanta sus ojos a los ídolos de la casa de Israel; si no deshonra a la mujer de su prójimo ni se une a su mujer durante la menstruación; si no oprime a nadie, si devuelve la prenda empeñada; si no despoja a nadie de lo suyo, si da de su pan al hambriento y viste al desnudo; si no presta con usura ni acepta intereses; si se mantiene lejos de la injusticia y aplica con equidad el derecho entre las personas; si se comporta según mis preceptos y observa mi leyes, cumpliéndolas fielmente: ese hombre es justo, y ciertamente vivirá -oráculo del Señor Dios-.
Si ese hombre engendra un hijo violento y sanguinario, que comete contra su prójimo alguna de estas malas acciones, ciertamente no vivirá. Por haber cometido todas esas acciones detestables, morirá irremediablemente y será responsable de su propia muerte.
Pues bien, los juzgaré, a cada uno según su proceder, casa de Israel -oráculo del Señor Dios-.
Arrepiéntanse y conviértanse de sus delitos, y no tropezarán en su culpa. Aparten de ustedes los delitos que han cometido, renueven su corazón y su espíritu. ¿Por qué habrías de morir, casa de Israel?
Yo no me complazco en la muerte de nadie -oráculo del Señor Dios-. Conviértanse y vivirán».

Palabra de Dios.

Salmo


Sal 51(50), 12-13.14-15.18-19 (R. 12a)

R. Oh, Dios, crea en mí un corazón puro.

V. Oh, Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con epíritu firme.
No me arrojes les de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu. R.

V. Devúelveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso.
Enseñare a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti. R.

V. Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
El sacrificio agradable a Dios
es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú, oh, Dios, tú no lo desprecias. R.

Aclamación


R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del reino a los pequeños. R.

Evangelio


Mt 19,13-15.

No impidan a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos

Lectura del santo Evangelio según san Mateo.

EN aquel tiempo, le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y orase, pero los discípulos los regañaban.
Jesús les dijo:
«Déjenlos, no impidan a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos».
Les impuso las manos y se marchó de allí.

Palabra del Señor.



Pistas para la Lectio Divina

Mateo 19, 13-15: Desde la óptica de los niños

Autor: Padre Fidel Oñoro CJM
Fuente: Centro Bíblico Pastoral para la América Latina (CEBIPAL) del CELAM

De la vida de pareja, el mundo de los adultos, pasamos a la visión del Reino desde la óptica de los niños. Sorprende la exquisita sencillez y la profundidad de nuestro texto de hoy. Mateo sigue mostrando la centralidad del Reino en la praxis de Jesús y por lo tanto en la vida de sus discípulos.

En torno a la figura del niño hoy el evangelio nos presenta dos actitudes opuestas:

· Los discípulos “les reñían” (19,13).

· Jesús los acogía, “les imponía las manos” (19,15).

Frente al comportamiento tosco de resistencia de los discípulos quienes –claramente fuera de la nueva óptica del Reino- siguen viendo a los niños como aquellos inquietos que con frecuencia están neceando o siendo impertinentes (además, la sociedad antigua los veía como insignificantes e irrelevantes en la vida social), Jesús les concede el gesto de bendición que suplican sus padres.

“Para que les impusiera las manos y orase… Después de imponerles las manos, se fue de allí” (19,13.15). A Jesús se le pide que haga, y efectivamente lo hace, un gesto de oración que encierra actitudes de receptividad, respeto, aceptación, protección y comunión con los pequeños.

Este comportamiento del Maestro inaugura el compromiso que caracterizará a su Iglesia con los indefensos, los vulnerables y todos aquellos que están por vivir todas las etapas de su desarrollo bajo la protección y apoyo de los mayores.

La enseñanza de Jesús se desarrolla en las dos frases que están en el corazón del texto:

(1) “Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis” (19,14ª).

Jesús corrige el mal comportamiento –discriminatorio- de sus discípulos. Al mismo tiempo les pide que se ocupen de aproximar a los niños a él. El Maestro ha venido a incluir y a superar toda exclusión.

(2) “De los que son como éstos es el Reino de los Cielos” (19,14b).

Jesús les da un buen argumento que explica el porqué de su novedoso comportamiento: el niño es modelo de quien está preparado para acoger las bendiciones del Reino de los Cielos.

Las actitudes propias de la tierna edad, en la que se necesita todo tipo de ayuda, en la que no hay méritos de los cuales enorgullecerse, en la que se depende de otro, constituyen el estado ideal de un discípulo, ya que se dispone de la máxima apertura para acoger la acción novedosa del Reino –que hace desarrollar la vida en la dirección del proyecto para que la fue creada- de manera total y como un don.

Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón

1. ¿En mi experiencia cristiana, qué rasgos tengo de una espiritualidad de pobreza, pequeñez y necesidad absoluta de Dios?

2. ¿Hay en mí actitudes de soberbia, orgullo, autosuficiencia?

3. ¿Por qué los niños son sujetos preferenciales de la misericordia de Dios? ¿Cuál es la tarea de toda familia y de toda comunidad cristiana?

“¡Qué prodigioso es ser cristiano!
¡Cuántos motivos tenemos de bendecir y amar
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo
por habernos llamado y elevado a la dignidad de cristianos!
Por eso nuestra vida debe ser santa, divina y espiritual,
ya que ‘todo lo que ha nacido del Espíritu es espíritu’ (cfr. Juan 3,6).
Me doy a ti, Espíritu Santo:
toma posesión de mí y condúceme en todo
y haz que viva como hijo de Dios,
como miembro de Jesucristo
y como quien por haber nacido de ti,
te pertenece y debe estar animado,
poseído y conducido por ti”

(San Juan Eudes)

Francisco Fernández-Carvajal
Hablar con Dios

19ª semana. Sábado

LA BENDICIÓN DE LOS NIÑOS

— El amor de Jesús por los niños y por quienes, por ser hijos de Dios, se hacen como tales.

— Vida de infancia y filiación divina.

— Infancia espiritual y humildad.

I. Jesús amó con predilección –así nos lo muestra el Evangelio en repetidas ocasiones– a los enfermos, a quienes más le necesitaban y a los niños. A estos los amó con verdadera ternura porque, además de estar siempre precisados de ayuda, reúnen las cualidades que Él exige como condiciones indispensables para formar parte de su Reino.

Dos veces en el Evangelio de la vida pública aparece Jesús bendiciendo a los niños y presentándolos a sus discípulos como ejemplo. Una fue en Galilea, en Cafarnaún, y la otra en Judea, probablemente cerca de Jericó, cuando se disponía a subir a Jerusalén. El relato de esta última lo leemos en el Evangelio de la Misa1: le presentaron unos niños, refiere San Mateo. Quienes los llevan son, seguramente, las mujeres: las madres, abuelas o hermanas. Han entrado en la casa donde está Jesús, empujando probablemente a los pequeños delante de ellas, y los colocan cerca del Señor, para que les impusiera las manos y orase por ellos, como si fueran los gestos y atenciones habituales de Jesús con los niños. Quizá han distraído a los oyentes que escuchan al Maestro; por eso, los discípulos les reñían. Pero el Señor interviene: Dejad a los niños y no les impidáis que vengan a Mí, porque de estos es el Reino de los Cielos. Y después de imponerles las manos, se marchó de allí.

Al declarar que el Reino de los Cielos pertenece a los niños, en primer lugar nos enseña, con el sentido propio de las palabras, que los niños no están excluidos en absoluto del Reino y que, por tanto, hemos de tener gran cuidado en prepararlos y conducirlos a Él. Ante todo, deben ser bautizados cuanto antes, como repetidas veces, en todas las épocas2, ha urgido Nuestra Madre la Iglesia, que desea tenerlos cuanto antes en su seno. «El común sentir y la autoridad de los Santos Padres –enseña el Catecismo Romano– prueba que esta ley debe entenderse no solo de los que están en edad adulta, sino también de los niños en la infancia, y que esta la ha recibido la Iglesia por Tradición apostólica. Se debe creer, además, que Cristo Nuestro Señor no quiso que se negase el sacramento y la gracia del Bautismo a los niños, de quienes decía: dejad a los niños y no les impidáis que vengan a Mí...»3. El deber de los padres se inicia con «la obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas»4.

En el Bautismo reciben la misma vida de Cristo, se hacen hijos de Dios de una manera completamente nueva, y reciben el Cielo como herencia. El Señor mirará con especial aprecio y benevolencia a las madres que procuraron que sus hijos recibieran este sacramento con prontitud y, más tarde, supieron poner todos los medios, incluso extraordinarios, para que recibieran la oportuna catequesis de los misterios de la fe.

Nos dice el Señor también en este pasaje del Evangelio que su Reino pertenece a quienes, como los niños, tienen una mirada limpia y un corazón puro, sin complicaciones, sencillo, sin pretensiones ni orgullo: ante Dios somos como niños pequeños, y así nos debemos comportar ante Él. «El niño está, al principio de la vida, abierto a cualquier aventura. También tú; no pongas ningún obstáculo para avanzar en la vida del Evangelio y para continuar durante tu vida en esa novedad»5.

II. En su primera venida a la tierra, en la Encarnación, el Hijo de Dios se nos presenta no como un ángel, ni como un poderoso; viene bajo la débil y frágil condición de un niño. Aunque pudo manifestarse de otra forma, quiso escoger la debilidad de un niño; como si necesitara protección y amor.

Dios ha querido que nosotros, a imitación de su Hijo, nos comportemos como aquello que somos: hijos débiles, que necesitan continuamente su ayuda. El Padre quiere que nos llamemos hijos de Dios y que lo seamos6, y en estas pocas palabras se encierra uno de los puntos centrales de nuestra fe, que nos da la pauta para comportarnos ante Dios. Para ser como niños, se requiere un cambio profundo, que comporta dejar de pensar, de juzgar, de actuar de aquel modo menos propio de un hijo pequeño; y asimilar la enseñanza divina, para ejercitarse en ella de continuo. ¿Qué se nos pide en este proceso de hacernos como niños? En primer lugar, una firme voluntad de comportarse como hijos de Dios, dócil a su Voluntad, con pureza de mente y de cuerpo, humilde y sencillo de espíritu. Ese empeño se manifiesta en la lucha que vivieron los Apóstoles y los santos: a medida que iban siendo transformados por el Espíritu Santo, se iban reconociendo, cada vez más claramente, como hijos de Dios. Hacerse como niños en la vida espiritual es más que una buena devoción: es un querer expreso del Señor. Aunque no todos los santos lo hayan manifestado de una manera explícita, esa ha sido la actitud de todos ellos, porque el Espíritu Santo la origina siempre, inspirándonos esa rectitud de corazón que los niños tienen en su inocencia7.

«El niño bobo llora y patalea, cuando su madre cariñosa hinca un alfiler en su dedo para sacar la espina que lleva clavada... El niño discreto, quizá con los ojos llenos de lágrimas –porque la carne es flaca–, mira agradecido a su madre buena, que le hace sufrir un poco, para evitar mayores males.

»—Jesús, que sea yo un niño discreto»8, le pedimos en este rato de oración: que sepa comprender que en la enfermedad, el dolor, el aparente fracaso profesional..., se encuentra la mano providente de un Padre que nunca ha dejado de velar por sus hijos. Aceptemos con corazón alegre y agradecido todo cuanto la vida quiera ofrecernos, lo dulce y lo amargo, como enviado, o permitido, por quien es infinitamente sabio, por quien más nos quiere.

Esta vida de infancia espiritual comporta sencillez, humildad, abandono, pero no es inmadurez. «El niño bobo llora y patalea...»: el infantilismo es inmadurez de la mente, del corazón, de las emociones, está estrechamente ligado a la falta de autodisciplina, a la falta de lucha. Esa actitud puede acompañar a muchas personas durante toda su vida, hasta la vejez, hasta la muerte, sin ser de verdad niños delante de Dios. La verdadera infancia espiritual lleva consigo madurez en la mente –visión sobrenatural, ponderación de los acontecimientos a la luz de la fe y con la asistencia de los dones del Espíritu Santo– y, junto a esta madurez, la sencillez, la descomplicación: «El niño discreto mira agradecido...». Por contraste, no progresa en esa senda de la vida de infancia quien vive en la maraña de la complicación, con todas las fluctuaciones de la inmadurez en sus deseos, sus ideas, sus ocurrencias, sus emociones, con una conducta variable a cada momento y permanentemente preocupada por su «yo»... En cambio, el niño discreto, en su sencillez, en su debilidad, está totalmente ocupado en la gloria de su Padre Dios, como vivió siempre su Maestro en su vida terrena: el verdadero niño, el hijo verdadero, vive y habla con su «Abba», con su Padre9.

III. Nuestra piedad debe ser filial, llena de amor, y ¿cómo podríamos servir a Dios con amor, si no se comienza por reconocerle como un Padre lleno de amor hacia sus hijos? Quizá muchos cristianos viven alejados de Dios, o con unas relaciones obstaculizadas por la inmadurez de los caprichos o señaladas por la rigidez y la frialdad, porque no han descubierto en su vida el sentido de la filiación divina y el camino de la infancia espiritual, que para tantas almas ha sido el comienzo definitivo de una verdadera vida interior. Danos, Señor, el sentido de la filiación divina, ayúdanos a considerarla frecuentemente.

En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él10. «¿Por qué se dice –se pregunta San Ambrosio– que los niños son aptos para el Reino de los Cielos? Quizá porque de ordinario no tienen malicia, ni saben engañar, ni se atreven a engañarse; desconocen la lujuria, no apetecen las riquezas e ignoran la ambición. Pero la virtud de todo esto no consiste en el desconocimiento del mal, sino en su repulsa; no consiste en la imposibilidad de pecar, sino en no consentir en el pecado. Por tanto, el Señor no se refiere a la niñez como tal, sino a la inocencia que tienen los niños en su sencillez»11.

En la vida cristiana, la madurez se da precisamente cuando nos hacemos niños delante de Dios, hijos suyos que confían y se abandonan en Él como un niño pequeño en brazos de su padre. Entonces vemos los acontecimientos del mundo como son, en su verdadero valor, y no tenemos otra preocupación que agradar a nuestro Padre y Señor.

Hacerse como niños, la vida de infancia, es un camino espiritual que exige la virtud sobrenatural de la fortaleza para vencer la tendencia al orgullo y a la autosuficiencia, que impide que nos comportemos como hijos de Dios y conduce, al ver una y otra vez los propios fracasos, al desaliento, a la aridez y a la soledad. La piedad filial, por el contrario, fortalece la esperanza, la certeza de llegar a la meta, y da la paz y la alegría en esta vida. Ante las dificultades de la vida no nos sentiremos jamás solos, por muy grandes que sean. El Señor no nos abandona, y esta confianza será para nosotros como el agua para el viajero en el desierto. Sin ella no podríamos seguir adelante.

Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos lleve siempre de la mano como a hijos pequeños, con más cuidado cuanto mayor sea la madurez que los años y la experiencia nos van dando.



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