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sábado, 6 de julio de 2024

Lecturas y reflexiones +

 


Santa María Goretti


06 Julio

Biografía


Nació en Corinaldo (Italia) el año 1890, de una familia humilde. Su niñez, bastante dura, transcurrió cerca de Nettuno, y durante ella se ocupó en ayudar a su madre en las tareas domésticas; era de índole piadosa, como lo demostraba su asiduidad en la oración. El año 1902, puesta en trance de defender su castidad, prefirió morir antes que pecar: el joven que atentaba contra ella puso fin a su vida agrediéndola con un punzón.



Primera lectura


Am 9,11-15

Repartiré a los desterrados de mi pueblo y los plantaré en su tierra.

Lectura de la profecía de Amós.

ESTO dice el Señor:
«Aquel día levantaré la cabaña caída de David,
repararé sus brechas, restauraré sus ruinas
y la reconstruiré como antaño,
para que posean el resto de Edón
y todas las naciones sobre las cuales
fue invocado mi nombre
-oráculo del Señor que hace todo esto-.
Vienen días -oráculo del Señor-
cuando se encontrarán el que ara con el que siega,
y el que pisa la uva con quien esparce la semilla;
las montañas destilarán mosto
y las colinas se derretirán.
Repartiré a los desterrados de mi pueblo Israel;
ellos reconstruirán ciudades derruidas y las habitarán,
plantarán viñas y beberán su vino,
cultivarán huertos y comerán sus frutos.
Yo los plantraré en su tierra,
que yo les había dado,
y ya no serán arrancados de ella
-dice el Señor, tu Dios-».

Palabra de DIos.

Salmo


Sal 85(84),9.11-12.13-14 (R. 9)

R. Dios anuncia la paz a su pueblo.

V. Voy a escuchar lo que dice el Señor:
«Dios anuncia la paz
a su pueblo y a sus amigos
y a los que se convierten de todo corazón». R.

V. La misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan;
la fidelidad brota de la tierra,
y la justicia mira desde el cielo. R.

V. El Señor nos dará la lluvia,
y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia marchará ante él,
y sus pasos señalarán el camino. R.

Aclamación


R. Aleluya, aleluya, aleluya
V. Mis ovejas escuchan mi voz - dice el Señor-, y yo las conozco, y ellas me siguen. R.

Evangelio


Mt 9,14-17.

¿Es que pueden guardar luto mientras el esposo está con ellos?

Lectura del santo Evangelio según san Mateo

EN aquel tiempo, los discípulos de Juan se acercan a Jesús, preguntándole:
«¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?».
Jesús les dijo:
«¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?
Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán.
Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor.
Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres: se derrama el vino y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos y así las dos cosas se conservan».

Palabra del Señor.



Pistas para la Lectio Divina

Mateo 9,14-17: Lo nuevo con lo nuevo. “El vino nuevo se echa en odres nuevos”

Autor: Padre Fidel Oñoro CJM
Fuente: Centro Bíblico Pastoral para la América Latina (CEBIPAL) del CELAM

Un grupo de los discípulos de Juan, atraídos tal vez por la forma de ser y de actuar de Jesús y sus discípulos, se acercan y sin más le preguntan: “¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos mientras que tus discípulos no ayunan? (14). Una pregunta que desde el inicio suena a comparación: Nosotros si – ellos no. Aquí radica el conflicto, por así decirlo.

Probablemente ellos habían presenciado el banquete al cual habían participado Jesús y los suyos en casa de Mateo. Para ellos la pregunta era obvia.

Jesús, en tanto, no se derramó en una serie de explicaciones del por qué si o el por qué no. Simplemente por toda respuesta les lanza a su vez una pregunta: ¿Pueden los invitados a la boda estar tristes mientras el novio está con ellos? (15). Si quisiéramos ‘traducir’ con nuestras palabras, más o menos sonaría: ‘¿Pueden mis discípulos estar tristes mientras yo esté con ellos?’ A los discípulos de Juan les quedaba muy difícil entender esta expresión porque estaban aferrados a sus tradiciones, a la vieja mentalidad. Juan estaba con ellos preparando el camino al Señor y exhortándolos a hacerlo mediante ayunos y penitencias. Jesús, en cambio era el Señor, estaba con ellos y debían alegrarse.

Jesús, sin embargo, deja entrever que, más adelante, ya no disfrutarán de su presencia y entonces sí ayunarán. Este es como un primer anuncio de su pasión.

Jesús les explica aún más y se vale de dos pequeñas parábolas tomadas de la vida diaria y llenas de un gran sentido común:

1.” Nadie usa un trozo de tela nuevo para remendar un vestido viejo, porque lo añadido tira del vestido y el desgarrón se hace más grande” (16). Nosotros añadiríamos: Es muy lógico. Por más que el remiendo nuevo sea de tela de alta calidad, si con él se pretende remendar lo viejo no nos va a funcionar. El remiendo nuevo va a hacer que el roto sea aún más grande, no tanto porque el remiendo no sirva, sino, porque el que no sirve es el vestido viejo.

2. La segunda comparación es tomada del mundo agrícola, de los métodos de fermentación del vino.
Éste se hacía en unos sacos de cuero llamados odres, en los cuales se vertía el vino y allí éste se añejaba. Este proceso hacía que los odres se envejecieran junto con el vino, y no sirvieran para ser usados una segunda vez, pues el proceso era largo y el cuero no resistía, i se reventaba, echando a perder también el vino.

Jesús estaba diciendo claramente que el nuevo mensaje que Él traía no se podía depositar en corazones viejos, aprisionados por las antiguas tradiciones y costumbres, pues éstas no resistían toda la carga de novedad que su Palabra traía y muy probablemente se destruirían, echando a perder también el mensaje.

Aquí caería muy bien una pregunta dirigida a la familia: ¿En qué medida, la buena nueva de Jesús la depositamos en esos ‘odres nuevos’, que son los hijos cuando pequeños, para que los dos, odres y vino vayan impregnándose y generando el vino nuevo, único capaz de transformar nuestra sociedad anquilosada y sin ideales?

Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón

1. ¿Qué nos quiso decir Jesús con las dos parábolas del remiendo y de los odres?

2. ¿Qué hacemos en nuestra comunidad, familia o grupo, para convertirnos en esos odres nuevos que ayudan a que el vino nuevo del mensaje de Jesús nos impregne a nosotros, a nuestros ambientes y nos transforme?

3. ¿Qué sentimos que nos pide el Señor al respecto? ¿Qué nos comprometemos a hacer?

Francisco Fernández-Carvajal
Hablar con Dios

13ª Semana. Sábado

EL VINO NUEVO

— Disponer el alma para recibir el don divino de la gracia; los odres nuevos.

— La contrición restaura y prepara para recibir nuevas gracias.

— La Confesión sacramental, medio para crecer en la vida interior.

I. Jesús enseñaba, y quienes le escuchaban le entendían bien. Todos los que oyeron por vez primera las palabras que recoge el Evangelio de la Misa sabían de remiendos en los vestidos, y todos también, acostumbrados a las faenas del campo, conocían lo que pasa cuando se echa el vino nuevo, sacado de la uva recién vendimiada, en los odres viejos. Con estas imágenes sencillas y bien conocidas enseñaba el Señor las verdades más profundas acerca del Reino que Él vino a traer a las almas: Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor. Tampoco se echa vino nuevo en los odres viejos; porque revientan los odres: se derrama el vino y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se conservan1.

Jesús declara la necesidad de acoger su doctrina con un espíritu nuevo, joven, con deseos de renovación; pues de la misma manera que la fuerza de la fermentación del vino nuevo hace estallar los recipientes ya envejecidos, así también el mensaje que Cristo trae a la tierra tenía que romper todo conformismo, rutina y anquilosamiento. Los Apóstoles recordarían aquellos días junto a Jesús como el principio de su verdadera vida. No recibieron su predicación como una interpretación más de la Ley, sino como una vida nueva que surgía en ellos con ímpetu extraordinario y requería disposiciones nuevas.

Siempre que los hombres se han encontrado con Jesús a lo largo de estos veinte siglos, algo ha surgido en ellos, rompiendo actitudes viejas y gastadas. Ya el Profeta Ezequiel había anunciado2 que Dios otorgaría a los suyos otro corazón y les daría un espíritu nuevo. San Beda, al comentar este pasaje del Evangelio, explica3 cómo los Apóstoles serán transformados en Pentecostés y repletos a la vez del fervor del Espíritu Santo. Esto ocurrirá después en la Iglesia con cada uno de sus miembros, una vez recibido el Bautismo y la Confirmación. Estos nuevos odres, el alma limpia y purificada, deben estar siempre llenos; «pues vacíos, los carcome la polilla y la herrumbre; la gracia los conserva llenos»4.

El vino nuevo de la gracia necesita unas disposiciones en el alma constantemente renovadas: empeño por comenzar una y otra vez en el camino de la santidad, que es señal de juventud interior, de esa juventud que tienen los santos, las personas enamoradas de Dios. Disponemos el alma para recibir el don divino de la gracia cuando correspondemos a las mociones e insinuaciones del Espíritu Santo, pues nos preparan para recibir otras nuevas y, si no hemos sido del todo fieles, cuando acudimos al Señor pidiéndole que sane nuestra alma. «Quita, Señor Jesús –le pedimos con San Ambrosio–, la podredumbre de mis pecados. Mientras me tienes atado con los lazos del amor, sana lo que está enfermo (...). Yo he encontrado un médico, que vive en el Cielo y derrama su medicina sobre la tierra. Solo Él puede curar mis heridas, pues no tiene ninguna; solo Él puede quitar al corazón su dolor, al alma su palidez, pues Él conoce los secretos más recónditos»5.

Solo tu amor, Señor, puede preparar mi alma para recibir más amor.

II. El Espíritu Santo trae constantemente al alma un vino nuevo, la gracia santificante, que debe crecer más y más. Este «vino nuevo no envejece, pero los odres pueden envejecer. Una vez rotos se echan a la basura y el vino se pierde»6. Por eso es necesario restaurar continuamente el alma, rejuvenecerla, pues son muchas las faltas de amor, los pecados veniales quizá, que la indisponen para recibir más gracias y la envejecen. En esta vida sentiremos siempre las heridas del pecado: defectos del carácter que no se acaban de superar, llamadas de la gracia que no sabemos atender con generosidad, impaciencias, rutina en la vida de piedad, faltas de comprensión...

Es la contrición la que nos dispone para nuevas gracias, acrecienta la esperanza, evita la rutina, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se acerque de nuevo a Dios en un acto de amor más profundo. La contrición lleva consigo la aversión al pecado y la conversión a Cristo. Ese dolor de corazón no se identifica con el estado en que puede encontrarse el alma por los efectos desagradables de la falta (la ruptura de la paz familiar, la pérdida de una amistad...); ni siquiera consiste en el deseo de no haber hecho lo que se ha hecho...: es la decidida condena de una acción, la conversión hacia lo bueno, hacia la santidad de Dios manifestada en Cristo, es «la irrupción de una vida nueva en el alma»7, llena de amor al encontrarse otra vez con el Señor. Por eso no sabe arrepentirse, no se siente movido a la contrición, quien no relaciona sus pecados, los grandes y las pequeñas faltas, con el Señor.

Delante de Jesús, todas las acciones adquieren su verdadera dimensión; si nos quedáramos solos ante nuestras faltas, sin esa referencia a la Persona ofendida, probablemente justificaríamos y restaríamos importancia a las faltas y pecados, o bien nos llenaríamos de desaliento y de desesperanza ante tanto error y omisión. El Señor nos enseña a conocer la verdad de nuestra vida y, a pesar de tantos defectos y miserias, nos llena de paz y de deseo de ser mejores, de recomenzar de nuevo.

El alma humilde siente la necesidad de pedir a Dios perdón muchas veces al día. Cada vez que se aparta de lo que el Señor esperaba de ella ve la necesidad de volver como el hijo pródigo, con dolor verdadero: padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros8. Y el Señor, «que está cerca de los que tienen el corazón contrito»9, escuchará nuestra oración. Con esta contrición el alma se prepara continuamente para recibir el vino nuevo de la gracia.

III. El Señor, sabiendo que éramos frágiles, nos dejó el sacramento de la Penitencia, donde el alma no solo sale restablecida, sino que, si había perdido la gracia, surge con una vida nueva. A este sacramento debemos acudir con sinceridad plena, humilde, contrita, con deseos de reparar. Una Confesión bien hecha supone un examen profundo (profundo no quiere decir necesariamente largo, sobre todo si nos confesamos con frecuencia): si es posible, ante el Sagrario, y siempre en la presencia de Dios. En el examen de conciencia, el cristiano ve lo que Dios esperaba de su vida y lo que en realidad ha sido; la bondad o malicia de sus acciones, las omisiones, las ocasiones perdidas..., la intensidad de la falta cometida, el tiempo que se permaneció en ella antes de pedir perdón10.

El cristiano que desea tener una conciencia delicada, y para ello se confiesa con frecuencia, «no se contentará con una confesión simplemente válida, sino que aspirará a una confesión buena que ayude al alma eficazmente en su aspiración hacia Dios. Para que la confesión frecuente logre este fin, es menester tomar con toda seriedad este principio: sin arrepentimiento no hay perdón de los pecados. De aquí nace esta norma fundamental para el que se confiesa con frecuencia: no confesar ningún pecado venial del que uno no se haya arrepentido seria y sinceramente.

»Hay un arrepentimiento general. Es el dolor y la detestación de los pecados cometidos en toda la vida pasada. Ese arrepentimiento general es para la confesión frecuente de una importancia excepcional»11, pues ayuda a restañar las heridas que dejaron las flaquezas, purifica el alma y la hace crecer en el amor al Señor.

La sinceridad nos llevará siempre que sea necesario a descender a esos pequeños detalles que dan a conocer mejor nuestra flaqueza: ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué motivo?, ¿cuánto tiempo?; evitando tanto el detalle insustancial y prolijo como la generalización, diciendo con sencillez y delicadeza lo que ha ocurrido, el verdadero estado del alma, huyendo de las divagaciones, como «no fui humilde», «tuve pereza», «he faltado a la caridad»..., cosas, por otra parte, aplicables casi siempre al común de los mortales. Al practicar la Confesión frecuente hemos de cuidar siempre que sea un acto personal en el que nosotros pedimos perdón al Señor de flaquezas muy concretas y reales, no de generalidades difusas.

Este sacramento de la misericordia es refugio seguro; allí se curan las heridas, se rejuvenece lo que ya estaba gastado y envejecido, y todos los extravíos, grandes y pequeños, se remedian. Porque la Confesión no solo es un juicio en el que las deudas son perdonadas, sino también medicina del alma.

La Confesión impersonal esconde con frecuencia un punto de soberbia y de amor propio que trata de enmascarar o justificar lo que humilla y deja, humanamente, en mal lugar. Quizá pueda ayudarnos, para hacer más personal este acto de la penitencia, cuidar hasta el modo de confesarnos: «yo me acuso de ...», pues no es este sacramento un relato de cosas sucedidas, sino autoacusación humilde y sencilla de nuestros errores y flaquezas ante Dios mismo, que nos perdonará a través del sacerdote y nos inundará con su gracia.

«¡Dios sea bendito!, te decías después de acabar tu Confesión sacramental. Y pensabas: es como si volviera a nacer.

»Luego, proseguiste con serenidad: “Domine, quid me vis facere?” —Señor, ¿qué quieres que haga?

»—Y tú mismo te diste la respuesta: con tu gracia, por encima de todo y de todos, cumpliré tu Santísima Voluntad: “serviam!” —¡te serviré sin condiciones!»12. Te serviré, Señor, como siempre has querido que lo haga: con sencillez, en medio de mi vida corriente, en lo ordinario de todos los días.

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