Custodia

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Bendición

miércoles, 7 de junio de 2023

Lecturas y reflexiones +

 



Primera lectura


Tb 3,1-11a.16-17a

La oración de ambos fue escuchada delante de la gloria de Dios

Lectura del libro de Tobías.

EN aquellos días, con el alma llena de tristeza, entre gemidos y sollozos, recité esta plegaria:
«Eres justo, Señor, y justas son tus obras;
siempre actúas con misericordia y fidelidad,
tú eres juez del universo.
Acuérdate, Señor, de mí y mírame;
no me castigues por los pecados y errores
que yo y mis padres hemos cometido.
Hemos pecado en tu presencia,
hemos transgredido tus mandatos
y tú nos has entregado
al saqueo, al cautiverio y a la muerte,
hasta convertirnos en burla y chismorreo,
en irrisión para todas las naciones
entre las que nos has dispersado.
Reconozco la justicia de tus juicios
cuando me castigas por mis pecados y los de mis padres, porque no hemos obedecido tus mandatos, no hemos sido fieles en tu presencia.
Haz conmigo lo que quieras,
manda que me arrebaten la vida,
que desaparezca de la faz de la tierra
y a la tierra vuelva de nuevo.
Más me vale morir que vivir
porque se mofan de mí sin motivo
y me invade profunda tristeza.
Manda que me libre, Señor, de tanta aflicción,
déjame partir a la morada eterna.
Señor, no me retires tu rostro.
Mejor es morir que vivir en tal miseria
y escuchar tantos ultrajes».
Sucedió aquel mismo día que Sara, hija de Raguel, el de Ecbatana, en Media, fue injuriada por una de las criadas de su padre, porque había tenido siete maridos, pero el malvado demonio Asmodeo los había matado antes de consumar el matrimonio, según costumbre. La criada le dijo:
«Eres tú la que matas a tus maridos. Ya te has casado siete veces y no llevas el nombre de ninguno de ellos. ¿Por qué nos castigas por su muerte? ¡Vete con ellos y que nunca
veamos hijo ni hija tuyos!».
Entonces Sara, llena de tristeza, subió llorando al piso superior de la casa con el propósito de ahorcarse. Pero, pensándolo mejor, se dijo: «Solo serviría para que recriminen
a mi padre. Le dirían que su hija única se ahorcó al sentirse desgraciada. No quiero que mi anciano padre baje a la tumba abrumado de dolor. En vez de ahorcarme, pediré la muerte al Señor para no tener que oír más reproches en mi vida».
Entonces extendió las manos hacia la ventana y oró.
En aquel instante, la oración de ambos fue escuchada delante de la gloria de Dios, el cual envió al ángel Rafael para curarlos: a Tobit, para que desaparecieran las manchas blanquecinas de sus ojos y pudiera contemplar la luz de Dios; a Sara, hija de Raguel, para darla en matrimonio
a Tobías, hijo de Tobit, liberándola del malvado demonio Asmodeo. Tobías tenia más derecho a casarse con ella que cuantos la habían pretendido.

Palabra de Dios.

Salmo


Sal 25(24),2-3. 4-5ab.6-7bc.8-9 (R.1b)

R. A ti, Señor, levanto mi alma.

V. Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado,
que no triunfen de mí mis enemigos,
pues los que esperan en ti no quedan defraudados,
mientras que el fracaso malogra a los traidores. R.

V. Señor, enséñame tus caminos,
instrúyeme en tus sendas:
haz que camine con lealtad;
enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador. R.

V. Recuerda, Señor, que tu ternura
y tu misericordia son eternas;
acuérdate de mí con misericordia,
por tu bondad, Señor. R.

V. El Señor es bueno y es recto,
y enseña el camino a los pecadores;
hace caminar a los humildes con rectitud,
enseña su camino a los humildes. R.

Aclamación


R.Aleluya, aleluya, aleluya.
V.Yo soy la resurrección y la vida -dice el Señor-; el que cree en mí no morirá para siempre. R.

Evangelio


Mc 12,18-27

No es Dios de muertos, sino de vivos

Lectura del santo Evangelio según san Marcos.

EN aquel tiempo, se acercan a Jesús unos saduceos, los cuales dicen que no hay resurrección, y le preguntan:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: ´´Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero no hijos, que se case con la viuda y dé descendencia a su hermano´´.
Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos; el segundo se casó con la viuda y murió también sin hijos; lo mismo el tercero; y ninguno de los siete dejó hijos. Por último murió la mujer.
Cuando llegue la resurrección y resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete han estado casados con ella».
Jesús les respondió:
«¿No están equivocados, por no entender la Escritura ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten, ni los hombres se casarán ni las mujeres serán dadas en matrimonio, serán como ángeles del cielo.
Y a propósito de que los muertos resucitan, ¿no han leído en el libro de Moisés, en el episodio de la zarza, lo que le dijo Dios: ´´Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob´´? No es Dios de muertos, sino de vivos. Están muy equivocados».

Palabra del Señor.



Pistas para la Lectio Divina

Marcos 12, 18-27: Los conflictos que enfrenta Jesús (II): Una relación que trasciende la muerte. “No es un Dios de muertos sino de vivos”
Autor: Padre Fidel Oñoro CJM
Fuente: Centro Bíblico Pastoral para la América Latina (CEBIPAL) del CELAM

En el pasaje que leímos ayer se dijo “Dad a Dios lo que es de Dios” (12,17a), pero no se dijo qué era lo que había que darle. Esto se aclarará en el texto de mañana, pero hoy se dan las bases: Dios es un Dios de los vivientes y la relación con Él está determinada por este aspecto.

“Se le acercan unos saduceos” (12,18a). Jesús había silenciado a los fariseos y herodianos, ahora son los saduceos (12,18) los que van a tratar de atraparlo. Del problema político pasamos al problema jurídico-religioso. Notemos también que si en el texto anterior Jesús respondió con cierta delicadeza, con la fuerza de la argumentación, esta vez dice francamente: “¿No estáis en un error…?” (12,24), “Estáis en un gran error” (12,27).

1. El planteamiento del problema (12,18-23)

Desde el principio se dice que los Saduceos se caracterizan –entre otras cosas- porque afirman que no hay resurrección de los muertos. Sobre este hilo se desarrolla la historia que le cuentan a Jesús. Se trata de una mujer que se casa con siete hombres, los cuales por cumplimiento de la Ley de Moisés (Deuteronomio 25,5-6) son todos hermanos.

Viene entonces la pregunta: en caso de que haya resurrección de los muertos, “¿de cuál de ellos será mujer?” (12,23). La hipótesis del matrimonio con todos juntos –siete maridos contemporáneamente- suena ridícula, ¿a quién, entonces, le pertenece el derecho?

Es verdad que el ejemplo que le ponen a Jesús es exagerado. Pero la finalidad de esta historia es mostrar que la resurrección de los muertos genera situaciones absurdas y por lo tanto habría que desecharla por no ser razonable.

2. La respuesta de Jesús (12,24-27)

De nuevo se ve la habilidad de los adversarios de Jesús: un problema jurídico complicado para el que ellos ven como un inculto profeta galileo. La respuesta de Jesús deshace la trama de la sofisticada casuística de los adversarios:

(1) Los reprende: “¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios?” (12,24). En otras palabras, la pregunta está mal hecha. Ésta tiene un presupuesto que deja entrever la ignorancia de los saduceos en materia bíblica y de experiencia de Dios.

(2) Los instruye: “Cuando resuciten… ni ellos tomarán mujer ni ellas marido” (12,25). Les muestra que tienen una falsa concepción de Dios: para ellos Dios es un Dios de normas legales, un Dios cuyo poder pareciera no poder superar los límites de la vida terrena del hombre. En cambio para Jesús Dios es el Dios de Alianza:

• Es el Dios cuyo poder creador traspasa lo límites de la muerte: por eso la resurrección no es simple prolongación del estado terreno actual sino nueva creación (“serán como ángeles en el cielo”).

• Es el Dios de las relaciones personales y no simplemente jurídicas. La relación con Él está determinada por su benevolencia: Él se ocupa del hombre, lo guía, promete y cumple sus promesas. Por eso la relación con Dios siempre está vigente; por eso la relación de Dios con los patriarcas no termina terminado con la muerte de éstos: cuando Moisés escucha la voz de Dios en la zarza ardiente (Éxodo 3,6) comprende que los patriarcas están vivos y en relación con Dios: “Yo soy el Dios de Abraham…” (12,26).

• Es el Dios para quien todo lo que hace está destinado a la vida, porque Él es el Dios de los vivientes: “No es un Dios de muertos sino de vivos” (12,27). Por eso en el cielo Dios no está rodeado de difuntos sino de personas vivas que, habiendo concluido su historia terrena, han recibido de su poder creador la plenitud de la vida.

¡El poder creador de Dios es inagotable! Jesús no habla de una supresión de la muerte terrena ni tampoco pretende dar detalles sobre cómo es la vida futura; pero su respuesta a los saduceos sí se ocupa de presentar el fundamento de la vida futura:
(1) Por parte de Dios: su amor y su poder que son siempre vigentes.
(2) Por parte de los hombres: la comprensión correcta de Dios y su respuesta de fe en su amor y en su poder.

Todo el que entabla esta relación de amor profundo, de alianza, con Dios, tiene la base para entrar para siempre en el Reino de la vida.

Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón

1. ¿Quién es Dios para Jesús? ¿Quién es Dios para mí?

2. ¿Experimento profundamente la relación personal de Dios conmigo? ¿Cómo es mi respuesta a esa relación de amor? ¿En qué forma esa respuesta tiene que ver algo con las personas que me rodean?

3. ¿Qué signos concretos vivimos en nuestro grupo, en nuestra comunidad, en nuestra familia, que nos lleven a manifestar el amor fiel de Dios?

“Divino Corazón, objeto primero del amor del Padre eterno y del tuyo propio, me entrego a ti para abismarme por siempre en ese amor” (San Juan Eudes, “Llamas de amor”)



9ª semana. Miércoles

RESUCITAREMOS CON NUESTROS PROPIOS CUERPOS


— Una verdad de fe expresamente enseñada por Jesús.

— Cualidades y dotes de los cuerpos gloriosos.

— Unidad entre el cuerpo y el alma.

I. Los saduceos, que no creían en la resurrección, se acercaron a Jesús para intentar ponerle en un aprieto. Según la ley antigua de Moisés1, si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano debía casarse con la viuda para suscitar descendencia a su hermano, y al primero de los hijos que tuviera se le debía imponer el nombre del difunto. Los saduceos pretenden poner en ridículo la fe en la resurrección de los muertos, inventando un problema pintoresco2. Si una mujer se casa siete veces al enviudar de sucesivos hermanos, ¿de cuál de ellos será esposa en los cielos? Jesús les responde poniendo de manifiesto la frivolidad de la objeción. Les contesta reafirmando la existencia de la resurrección, valiéndose de diversos pasajes del Antiguo Testamento, y al enseñar las propiedades de los cuerpos resucitados se desvanece el argumento de los saduceos3.

El Señor les reprocha no conocer las Escrituras ni el poder de Dios, pues esta verdad estaba ya firmemente asentada en la Revelación. Isaías había profetizado4las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán: unos para eterna vida, otros para vergüenza y confusión; y la madre de los Macabeos confortaba a sus hijos en el momento del martirio recordándoles que el Creador del universo (...) misericordiosamente os devolverá la vida si ahora la despreciáis por amor a sus santos lugares5. Y para Job, esta misma verdad será el consuelo de sus días malos: Sé que mi Redentor vive, y que en el último día resucitaré del polvo (...); en mi propia carne contemplaré a Dios6.

Hemos de fomentar en nuestras almas la virtud de la esperanza, y concretamente el deseo de ver a Dios. «Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados solo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré, Señor, tu rostro»7. Ese deseo se saciará, si permanecemos fieles, porque la solicitud de Dios por sus criaturas ha dispuesto la resurrección de la carne, verdad que constituye uno de los artículos fundamentales del Credo8pues si no hay resurrección de los muertos, tampoco resucitó Cristo. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es también nuestra fe9. «La Iglesia cree en la resurrección de los muertos (...) y entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre»10: también a su cuerpo.

El Magisterio ha repetido en numerosas ocasiones que se trata de una resurrección del mismo cuerpo, el que tuvimos durante nuestro paso por la tierra, en esta carne «en que vivimos, subsistimos y nos movemos»11. Por eso, «las dos fórmulas resurrección de los muertos y resurrección de la carne son expresiones complementarias de la misma tradición primitiva de la Iglesia», y deben seguirse usando los dos modos de expresarse12.

La liturgia recoge esta verdad consoladora en numerosas ocasiones: En Él (en Cristo) brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo13. Dios nos espera para siempre en su gloria. ¡Qué tristeza tan grande para quienes todo lo han cifrado en este mundo! ¡Qué alegría saber que seremos nosotros mismos, alma y cuerpo, quienes, con la ayuda de la gracia, viviremos eternamente con Jesucristo, con los ángeles y los santos, alabando a la Trinidad Beatísima!

Cuando nos aflija la muerte de una persona querida, o acompañemos en su dolor a quien ha perdido aquí a alguien de su familia, hemos de poner de manifiesto, ante los demás y ante nosotros mismos, estas verdades que nos inundan de esperanza y de consuelo: la vida no termina aquí abajo en la tierra, sino que vamos al encuentro de Dios en la vida eterna.

II. Toda alma, después de la muerte, espera la resurrección del propio cuerpo, con el que, por toda la eternidad, estará en el Cielo, cerca de Dios, o en el Infierno, lejos de Él. Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes, pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar, como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos dónde está, ni cómo se forma ese lugar: la tierra de ahora se habrá transfigurado14. La recompensa de Dios redundará en el cuerpo glorioso haciéndolo inmortal, pues la caducidad es signo del pecado y la creación estuvo sometida a ella por culpa del pecado15. Todo lo que amenaza e impide la vida desaparecerá16. Los resucitados para la Gloria –como afirma San Juan en el Apocalipsis– no tendrán hambre, ni tendrán ya sed ni caerá sobre ellos el sol, ni ardor alguno17: esos sufrimientos que enumera el Apocalipsis fueron los que más dañaron al pueblo de Israel mientras atravesaba el desierto: los abrasadores rayos del sol caían como dardos, se desencadenaba con rapidez la corrupción, y el viento seco del desierto consumía las fuerzas18. Estas mismas tribulaciones son símbolo de los dolores que tendría que soportar el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, mientras dure su peregrinación hasta la Patria definitiva.

La fe y la esperanza en la glorificación de nuestro cuerpo nos harán valorarlo debidamente. El hombre «no debe despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día»19. Sin embargo, qué lejos está de esta justa valoración el culto que hoy vemos tributar tantas veces al cuerpo. Ciertamente tenemos el deber de cuidarlo, de poner los medios oportunos para evitar la enfermedad, el sufrimiento, el hambre..., pero sin olvidar que ha de resucitar en el último día, y que lo importante es que resucite para ir al Cielo, no al Infierno. Por encima de la salud está la aceptación amorosa de la voluntad de Dios sobre nuestra vida. No tengamos preocupación desmedida por el bienestar físico. Sepamos aprovechar sobrenaturalmente las molestias que podamos sufrir –poniendo con serenidad los medios ordinarios para evitarlas–, y no perderemos la alegría y la paz por haber puesto el corazón en un bien relativo y transitorio, que solo será definitivo y pleno en la gloria.

En ningún momento debemos olvidar hacia dónde nos encaminamos y el valor verdadero de las cosas que tanto nos preocupan. Nuestra meta es el Cielo; para estar con Cristo, con alma y cuerpo, nos creó Dios. Por eso, aquí en la tierra «la última palabra solo podrá ser una sonrisa... un cántico jovial»20, porque más allá nos espera el Señor con la mano extendida y el gesto acogedor.

III. Aunque sea grande la diferencia entre el cuerpo terreno y el transfigurado, hay entre ellos una estrechísima relación. Es dogma de fe que el cuerpo resucitado es específica y numéricamente idéntico al cuerpo terreno21.

La doctrina cristiana, basándose en la naturaleza del alma y en diversos pasajes de la Sagrada Escritura, muestra la conveniencia de la resurrección del propio cuerpo y la unión de nuevo con el alma. En primer lugar, porque el alma es solo una parte del hombre, y mientras esté separada del cuerpo no podrá gozar de una felicidad tan completa y acabada como poseerá la persona entera. También, por haber sido creada el alma para unirse a un cuerpo, una separación definitiva violentaría su modo de ser propio; pero, sobre todo otro argumento, es más conforme con la sabiduría, justicia y misericordia divinas que las almas vuelvan a unirse a los cuerpos, para que ambos, el hombre completo –que no es solo alma, ni solo cuerpo–, participen del premio o del castigo merecido en su paso por la vida en la tierra; aunque es de fe que el alma inmediatamente después de la muerte recibe el premio o el castigo, sin esperar el momento de la resurrección del cuerpo.

A la luz de la enseñanza de la Iglesia vemos con mayor profundidad que el cuerpo no es un mero instrumento del alma, aunque de ella recibe la capacidad de actuar y con ella contribuye a la existencia y desarrollo de la persona. Por el cuerpo, el hombre se halla en contacto con la realidad terrena, que ha de dominar, trabajar y santificar, porque así lo ha querido Dios22. Por él, el hombre puede entrar en comunicación con los demás y colaborar con ellos para edificar y desarrollar la comunidad social. Tampoco podemos olvidar que a través del cuerpo el hombre recibe la gracia de los sacramentos: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?23.

Somos hombres y mujeres de carne y hueso, pero la gracia ejerce su influjo incluso sobre el cuerpo, divinizándolo en cierto modo, como un anticipo de la resurrección gloriosa. Mucho nos ayudará a vivir con la dignidad y el porte de un discípulo de Cristo considerar frecuentemente que este cuerpo nuestro, templo ahora de la Santísima Trinidad cuando vivimos en gracia, está destinado por Dios a ser glorificado. Acudamos hoy a San José para pedirle que nos enseñe a vivir con delicado respeto hacia los demás y hacia nosotros mismos. Nuestro cuerpo, el que tenemos en la vida terrena, también está destinado a participar para siempre de la gloria inefable de Dios.

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