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Bendición

domingo, 16 de octubre de 2022

 XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, solemnidad

Ex 17,8-13: Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel.

En aquellos días, Amalec vino y atacó a los israelitas en Rafidín.

Moisés dijo a Josué:

«Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré en pie en la cima del monte con el bastón maravilloso en la mano.

Hizo Josué lo que le decía Moisés y atacó a Amalec; Moisés, Aarón y Jur subieron a la cima del monte.

Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel; mientras la tenía bajada, vencía Amalec. Y como le pesaban las manos, sus compañeros tomaron una piedra y se la pusieron debajo para que se sentase, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado.

Así sostuvo en alto las manos hasta la puesta del sol.

Josué derrotó a Amalec y a su tropa, a filo de espada.

Sal 120,1-2.3-4.5-6.7-8: El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Levanto mis ojos a los montes:
¿de dónde me vendrá el auxilio?,
el auxilio me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.

No permitirá que resbale tu pie,
tu guardián no duerme;
no duerme ni reposa
el guardián de Israel.

El Señor te guarda a su sombra,
está a tu derecha;
de día el sol no te hará daño,
ni la luna de noche.

El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu alma;
el Señor guarda tus entradas y salidas,
ahora y por siempre.

2Tm 3,14-4,2: El hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena.

Querido hermano:

Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado;

sabiendo de quién lo aprendiste,

y que de niño conoces la Sagrada Escritura:

Ella puede darte la sabiduría

que por la fe en Cristo Jesús

conduce a la salvación.

Toda Escritura inspirada por Dios

es también útil para enseñar,

para reprender, para corregir,

para educar en la virtud:

así el hombre de Dios estará perfectamente equipado

para toda obra buena.

Ante Dios y ante Cristo Jesús,

que ha de juzgar a vivos y muertos,

te conjuro por su venida en majestad:

proclama la Palabra,

insiste a tiempo y a destiempo,

reprende, reprocha, exhorta,

con toda comprensión y pedagogía.

Lc 18,1-8: Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan.

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:

-Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.

En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario»; por algún tiempo se negó, pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara».

Y el Señor respondió:

-Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?

 

Pistas para la Lectio Divina...  
Lucas 18,1-8: Perseverar en la oración. “Dios hará justicia a los elegidos que le gritan”

Autor: Padre Fidel Oñoro CJM

Fuente: Centro Bíblico Pastoral para la America Latina (CEBIPAL) del CELAM

 

 

El relato de los leprosos (Lc 17,11-19)  fue también una catequesis sobre la oración, éste aparece antes (“ten misericordia”, v.13) y después de la curación (“glorificaba... se postró... daba gracias”,v.15-16).  Pues bien, lo mismo notamos con relación al discurso de la revelación de Jesús en la historia, este discurso está enmarcado por dos relatos de oración: el que acabamos de mencionar y el que leemos hoy, la parábola de la “viuda importuna” (Lc 18,1-8).

 

La dilación del tiempo final, que ya esta aquí pero todavía no se revela completamente (ver Lc 17,20-37), hace más agudo el combate entre el bien y el mal. En medio de los conflictos de la historia, el discípulo debe ser perseverante en su caminar tomando la Cruz.  Bajo esta luz, la parábola de la viuda, nos enseña cómo debe ser una experiencia de oración en medio de la prueba.  En el fondo sentimos resonar una inquietud profunda y dolorosa que asalta con frecuencia nuestra fe: ¿Dónde está la justicia de Dios? ¿Por qué su silencio parece permitir que se prolonguen las injusticias y se agudice el sufrimiento de las víctimas?

 

En medio de todo, las víctimas de las injusticias humanas parecieran no ser escuchadas. ¿Por qué Dios tarda tanto en responder y en hacer irrumpir su soberanía de manera definitiva sobre el mundo?

 

Se confrontan dos personajes:

- La viuda: que pertenece a este grupo de mujeres frágiles, sobre las cuales se cometen abusos legales, ya que no tienen un marido que las defienda. Ella no tiene como sobornar al juez ni pagar abogados (ver Isaías 1,17.23; Salmo 94,60).

- El juez: normalmente tenía su despacho en la puerta de la ciudad, todo el mundo tenía acceso a él. Pero éste era “injusto”: “no temía a Dios ni respetaba a los hombres” (v.2).

 

Según la parábola, la mujer no tiene otro recurso para convencer al juez, para doblegar su corazón, que su insistencia (v.3).

 

Al final el juez cede: “como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme” (v.5).  Estas palabras causan extrañeza: no actúa por amor, ni por cumplimiento de deber, sino más bien por egoísmo: “para no que no me fastidie más”.  De hecho, la mujer está que le pega.

 

Jesús nos invita a reparar en  lo que dice el juez injusto (v.6) y de ahí concluye que, si un hombre en la tierra es así, es decir, que a pesar de su mal corazón al final concede lo pedido  -no importa que sea por una razón poco valedera-, entonces ¿cómo será Dios cuyo corazón es misericordioso?   Pues sí, Dios con mayor razón responderá, pero... todo tiene su tiempo.  Jesús lo dice así: “Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar?” (v.7).  Este tiempo será “pronto” (v.8a).

 

De esta forma la oración es el ejercicio de la fe, que a su vez nos da una visión de esperanza en medio de las dificultades.  La oración ensancha el corazón para seguir amando y da nuevas energías para continuar luchando.  Mucha gente se escandaliza con Dios y pierde la fe cuando tiene que enfrentar problemas, y sobre todo, cuando no ve la respuesta inmediata a sus peticiones. Por eso Jesús se pregunta: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (v.8b). Y no olvidemos que al leproso la “fe” lo “salvó” (ver 17,19).

 

Aunque parezca que Dios tarda y esta paciencia divina torture nuestro corazón, no debemos dejar que nuestra vida se relaje. Más bien, con los brazos abiertos aguardando el glorioso futuro, dejemos que la oración cotidiana y perseverante le de tensión a nuestra vida. Cuando hoy Jesús nos dice que “es preciso orar siempre sin desfallecer” (v.1) y nos presenta como modelo a esta pobre mujer, sintamos nuevos alientos para no abandonar una fuerte vida de oración, no importa que los resultados se hagan esperar. 

 

Para cultivar la semilla de la Palabra en la vida cotidiana:

El evangelio de hoy nos presenta en el rostro de una mujer a la Iglesia vigilante en oración hasta la vuelta del Señor. Incluso en la Iglesia primitiva se pintó en las catacumbas la imagen de una mujer orante de la cual no sabemos con precisión si es María o es la Iglesia o, a lo mejor, ambas en su misteriosa identidad.

1. ¿Cuáles son los tiempos y los modos que mi parroquia o mi comunidad me ofrece para ejercitar una oración frecuente?

2. ¿Consigo sostener una disciplina de oración? ¿Me canso fácilmente? ¿Soy inconstante?

3. Cómo se responde a la inquietud profunda: ¿Dios verdaderamente hace justicia?

 




Vigésimo noveno Domingo
Ciclo C

EL PODER DE LA ORACIÓN


— Oración confiada y perseverante.

— Constancia en la petición. Parábola del juez inicuo.

— La oración, consecuencia directa de la fe.

I. Yo te invoco porque Tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos; a la sombra de tus alas escóndeme1, leemos en la Antífona de entrada de la Misa.

Los textos de la liturgia se centran en el poder que tiene ante Dios la oración perseverante y llena de fe. San Lucas, antes de narrarnos, en el Evangelio de la Misa2, la parábola de la viuda y del juez inicuo, nos indica el fin que Jesús se propone: Les propuso esta parábola para hacerles ver que conviene perseverar en la oración sin desfallecer. En la vida sobrenatural hay acciones que se realizan una sola vez: recibir el Bautismo, el sacramento del Orden... Otras, es necesario llevarlas a cabo muchas veces, como perdonar, comprender, sonreír... Pero hay acciones y actitudes que son de siempre, para las que será necesario vencer el cansancio, la rutina, el desánimo. Entre estas se encuentra la oración, manifestación de fe y de confianza en nuestro Padre Dios, aun cuando parezca que guarda silencio. San Agustín, al comentar este pasaje del Evangelio, pone de relieve la relación que existe entre la fe y la oración confiada: «Si la fe flaquea, la oración perece», enseña el Santo; pues «la fe es la fuente de la oración» y «no puede fluir el río si se seca el manantial del agua»3. Nuestra oración –¡tan necesitados estamos!– ha de ser continua y confiada, como la de Jesús, nuestro Modelo: Padre, ya sé que siempre me escuchas4. Él nos oye siempre.

La Primera lectura de la Misa nos propone la figura de Moisés orante5 en la cima de un monte, mientras Josué se enfrentaba a los amalecitas en Rafidín. Cuando, en actitud de súplica, Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; cuando las bajaba, vencía Amalec. Y para que Moisés siguiera orando, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así, mantuvo en alto las manos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su tropa, a filo de espada.

No debemos cansarnos de orar. Y si alguna vez comienzan a hacernos mella el desaliento o la fatiga, hemos de pedir a quienes nos rodean que nos ayuden a seguir rezando, sabiendo que ya en ese momento el Señor nos está concediendo otras muchas gracias, quizá más necesarias que los dones que le pedimos. «Quiere el Señor concedernos las gracias, pero quiere que se las pidamos –enseña San Alfonso Mª de Ligorio–. Un día llegó a decir a sus discípulos: Hasta ahora no habéis pedido cosa alguna en nombre mío. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido (Jn 16, 24). Como si dijera: No os quejéis de Mí si no sois plenamente dichosos, sino quejaos de vosotros mismos por no haber buscado lo que necesitábais; pedídmelo en adelante y seréis atendidos»6. San Bernardo comenta que muchos se quejan de que no les ayuda el Señor, y es el mismo Jesús –afirma el Santo– quien tendría que lamentarse de que no le piden7. Oremos como Moisés: con perseverancia en medio del cansancio, con la ayuda de los demás cuando sea necesario. Es mucho lo que está en juego. Es dura la batalla.

Examinemos hoy si nuestra oración es perseverante, confiada, insistente, sin cansarnos. «Persevera en la oración, como aconseja el Maestro. Este punto de partida será el origen de tu paz, de tu alegría, de tu serenidad y, por tanto, de tu eficacia sobrenatural y humana»8. Nada puede contra una oración perseverante.

II. Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra9, rezamos en el Salmo responsorial.

La idea central de la parábola que leemos en el Evangelio de la Misa nos muestra a dos personajes entre los que existe un fuerte contraste. Por un lado está el juez que ni tenía temor de Dios ni respeto a hombre alguno: le faltan las dos notas esenciales para vivir la virtud de la justicia. En el Antiguo Testamento ya hablaba el Profeta Isaías de los que no hacen justicia al huérfano y a quienes no llega el pleito de la viuda10, de los que absuelven al malo por soborno y quitan a los justos su derecho11. Jeremías alude a los que no juzgaban la causa del huérfano y no sentenciaban el derecho de los pobres12.

Al juez contrapone el Señor una viuda, símbolo de persona indefensa y desamparada. Y a la insistencia perseverante de la viuda, que acude con frecuencia al juez para exponerle su petición, se opone la resistencia de este. El final inesperado sucede precisamente después de un continuo ir y venir de la viuda y de las reiteradas negativas del juez. Termina por ceder el juez, y la parte más débil obtiene lo que deseaba. Y la razón de esta victoria no está en que haya cambiado el corazón del administrador de la justicia: la única arma que ha conseguido la victoria es la petición insistente, la tozudez de la mujer, la constancia que vence la oposición más tenaz. Y concluye el Señor con un fuerte giro: ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Nos hace ver que el centro de la parábola no lo ocupa el juez inicuo, sino Dios, lleno de misericordia, paciente y celoso por los suyos.

Hasta el fin de los tiempos, la Iglesia –día y noche– dirigirá un clamor suplicante a Dios Padre, por medio de Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo, porque son muchos los peligros y necesidades de sus hijos. Es el primer oficio de la Iglesia, el primer deber de sus ministros los sacerdotes. Es lo más importante que hemos de hacer los fieles, porque estamos indefensos y nada tenemos, y todo lo podemos con la oración.

La razón, que da el Señor en esta parábola, de que nuestra oración sea siempre oída, es triple: la bondad y misericordia de Dios, que tanto dista del juez impío; el amor de Dios por cada uno de sus hijos; y el interés que nosotros mostramos perseverando en la oración.

Al terminar la parábola, Jesús añade: Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿acaso encontrará fe sobre la tierra? ¿Acaso encontrará una fe semejante a la de esta viuda? Se trata de una fe concreta: la fe de los hijos de Dios en la bondad y en el poder de su Padre del Cielo. El hombre puede cerrarse a Dios, no sentir necesidad de Él, buscar por otros cauces la solución a las deficiencias que solo el Señor puede resolver, y entonces no hallará jamás los bienes que le son más necesarios: Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió vacíos13, anunció la Virgen en el Magníficat. Hemos de acudir a Dios como hijos necesitados, además de poner los medios humanos que cada situación requiera. Solo la misericordia divina puede socorrernos en tantos bienes de los que carecemos. Cuenta el Santo Cura de Ars que el fundador de un célebre asilo de huérfanos le consultó sobre la oportunidad de atraer la atención y favor de las gentes a través de la prensa. El Santo le respondió: «En vez de hacer ruido en los diarios, hazlo a la puerta del Tabernáculo». En muchas ocasiones el Señor quiere que sepamos resolver nuestros asuntos ante el Sagrario, y a la vez en la prensa, con los medios humanos que tengamos a nuestro alcance.

A lo largo de los siglos, el pueblo cristiano se ha sentido movido a presentar sus peticiones a Dios a través de su Madre María, y a la vez Madre nuestra. Nos enseña San Bernardo «que subió al Cielo nuestra Abogada para que, como Madre del Juez y Madre de la Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación»14. No dejemos de acudir a Ella, también en las pequeñas necesidades diarias.

III. Una consecuencia directa de la fe es la oración, pero, a la vez, la oración presta mayor «firmeza a la misma fe»15. Ambas están perfectamente unidas. Por eso, todo lo que pedimos debe ayudarnos a ser mejores; si no fuera así, «no nos haríamos más piadosos, sino más avaros y ambiciosos»16. Cuando pedimos una nueva vivienda, la ayuda en unos exámenes o en una oposición..., debemos examinar si aquello nos ayudará a cumplir mejor la voluntad de Dios. Podemos pedir bienes materiales, la salud nuestra o de alguien a quien vemos sufrir, el salir airosos de una mala situación..., pero si vivimos de fe, si tenemos unidad de vida, comprenderemos bien que cuando pedimos e insistimos en los medios materiales o en los bienes humanos, lo que queremos, en primer lugar, no son esas cosas en sí mismas, sino al mismo Dios. El Señor es siempre el fin último de nuestras peticiones, también cuando pedimos bienes de aquí abajo, que nunca querríamos si nos alejaran de Él.

A Dios le es especialmente grata la oración por las necesidades del alma, tanto propias como de nuestros parientes, amigos y conocidos. Mucho hemos de pedir por quienes tratamos cada día, para que estén cerca del Señor. ¡Cuánto debemos rogar por los familiares, por los amigos...! «He chocado la mano de mi amigo y, de pronto, al ver sus ojos tristes y angustiados, temí que no estuvieras en su corazón. Y me sentí molesto como ante un sagrario en el que no sé si estás.

»Oh, Dios, si Tú no estuvieras en él, mi amigo y yo estaríamos lejanos, pues su mano en la mía no sería más que carne entre carne, y su corazón para el mío un corazón del hombre para el hombre.

»Yo quiero que tu Vida esté en él como en mí, porque quiero que mi amigo sea mi hermano gracias a Ti»17.

No dejemos de pedir en este mes de octubre, utilizando el Santo Rosario como oración siempre eficaz para conseguir, a través de Nuestra Señora, todo aquello que necesitamos nosotros y aquellas personas que de alguna manera dependen de nosotros.

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