Santa Lucía
Memoria obligatoria
13 Diciembre
Biografía
Probablemente sufrió martirio en Siracusa, bajo la persecución de Diocleciano. Su culto se difundió ya desde antiguo por casi toda la Iglesia, y su nombre fue introducido en el Canon romano.
Primera lectura
Is 48,17-19
Si hubieras atendido a mis mandatos
Lectura del libro de Isaías.
ESTO dice el Señor, tu libertador,
el Santo de Israel:
«Yo, el Señor, tu Dios,
te instruyo por tu bien,
te marco el camino a seguir.
Si hubieras atendido a mis mandatos,
tu bienestar sería como un río,
tu justicia como las olas del mar,
tu descendencia como la arena,
como sus granos, el fruto de tus entrañas;
tu nombre no habría sido aniquilado,
ni eliminado de mi presencia».
Palabra de Dios.
Salmo
Sal 1,1-2.3.4 y 6 (R. cf. Jn 8,12)
R. El que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida.
V. Dichoso el hombre
que no sigue el consejo de los impíos,
ni entra por la senda de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor,
y medita su ley día y noche. R.
V. Será como un árbol
plantado al borde de la acequia:
da fruto a su tiempo
y no se marchitan sus hojas;
y cuanto emprende tiene buen fin. R.
V. No así los impíos, no así;
serán paja que arrebata el viento.
Porque el Señor protege el camino de los justos,
pero el camino de los impíos acaba mal. R.
Aclamación
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. El Señor llega, salgan a su encuentro; él es el Príncipe de la paz. R.
Evangelio
Mt 11,16-19
No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre.
Lectura del santo Evangelio según san Mateo.
EN aquel tiempo, dijo Jesús al gentío:
«¿A quién compararé esta generación?
Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: "Hemos tocado la flauta, y no han bailado; les hemos entonado lamentaciones, y no han llorado".
Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: "Tiene un demonio". Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: "Ahí tienen a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores".
Pero la sabiduría se ha acreditado por sus obras».
Palabra del Señor.
Pistas para la Lectio Divina
Lectio divina “Palabra vivificante”. P. Fidel Oñoro cjm
Isaías 48, 17-19: ¿Y qué hacer con los tercos?
Las breves palabras proféticas que hoy se ponen en nuestros oídos y en nuestro corazón, están precedidas por una auto-presentación del profeta en estos términos: “Y ahora el Señor me envía con su espíritu” (48,16b).
Pero resulta que el profeta se estrella contra el muro de la obstinación, de la cabeza dura de un pueblo indócil a las enseñanzas del Señor.
¿Cómo afronta la situación?
Notemos tres ideas fuertes de la profecía:
1. Yahvé es presentado de nuevo
Siempre se vuelve al punto de partida: ¿Quién es Dios?, o mejor, ¿Cómo se ha dado a conocer a su pueblo?
Yahvé se presenta no a partir de conceptos teóricos o abstractos, sino a partir de la experiencia histórica que el pueblo ha hecho de él, particularmente en el camino liberador del éxodo, allí se descubrió como “el redentor” (48,17ª). Es un Dios que entra a fondo en la situación dolorosa de su pueblo, él la capta, la comprende y la auxilia. Con todo y esto, su inserción en la historia de su pueblo no le quita su trascendencia, el sigue siendo “el Santo de Israel” (48,17b).
Es un Dios que se da a su pueblo. Yahvé aparece en función, no de sí mismo, sino de un pueblo que es “su” pueblo. Por eso se afirma que él es “de Israel”. Detrás de este “de”, de pertenencia, está el compromiso de Alianza sellado en el Sinaí: “Yo soy de Ustedes y Ustedes son míos”.
Y porque es fiel a la Alianza sellada con su pueblo, él no sólo libera, sino que educa, se ocupa de él como un papá que prepara a su hijo para la vida, como un maestro que enseña o como un jefe que guía.
No basta salir, de la situación de apuro mediante un acto de liberación, lo más importante es lo que sigue: la educación. Una educación que le da cuerpo y estructura a la vida nueva que comienza a partir de la intervención divina.
Pues bien, los sucesos históricos negativos del pueblo son como el salón de clases, la escuela, donde se aprenden las lecciones de la vida. Como insiste Isaías, allí Yahvé “te enseña” y “te guía”.
Ahora que el pueblo regresa de la dura prueba del exilio en Babilonia, Dios vuelve a educar a su pueblo como lo hizo antaño en el camino del desierto después de la salida de Egipto. El pueblo debe darse cuenta de que el camino que está haciendo ha sido gracias a la acción poderosa de Yahvé. Usta toma de conciencia lleva a una percepción de la presencia “real” de Dios en la vida.
A Yahvé le preocupa la vida de su pueblo. Y porque lo ama busca su maduración.
2. ¿Y cómo se retrata al pueblo?
El pueblo es visto en tres dimensiones:
(1) Un pueblo terco, indócil, que no ha mantenido su fidelidad a Yahvé, por eso va al exilio (ver el contexto del pasaje).
(2) Un pueblo amado que es rescatado por Yahvé de esa situación y lo conduce hacia la madurez: “Te conduzco por el camino que sigues” (48,17b).
(3) Un pueblo llamado a ser grande y fuerte: la promesa a su padre Abraham
sigue vigente y se realizará apoteósicamente (“Tu descendencia será como la arena… su nombre no será aniquilado ni destruido delante de mí”, 48,19).
El pueblo debe sacar la lección de su percance histórico: “¡Si hubieras atendido a mis mandamientos!” (48,18ª)
3. ¿Qué sucede cuando el pueblo se deja guiar por Dios?
La docilidad para dejarse conducir por Dios parece ser el tormento del itinerario bíblico-espiritual. Por eso, en forma de promesa, ahora Yahvé motiva a su pueblo para que deje de lado las resistencias internas y ajuste su proyecto histórico según sus “mandatos”: “Tu dicha habría sido como un río y tu victoria como las olas del mar” (4,18b).
Cuando uno se deja educar por Dios, cuando uno se toma en serio la Palabra del Señor, vienen muchas bendiciones. Todas ellas comienzan con un cambio profundo de vida que trae “paz” y “dicha” continua (lo contrario de la “opresión” y “zozobra” aludida en la profecía).
Luego la vida conducida en la justicia de Dios permite ver realizaciones tan grandes que el profeta puede anunciar la promesa: “tu victoria será como las olas del mar”.
Pues bien, la raíz de esta honda experiencia de Dios que despliega en la vida un mar de bendición, ha sido el conocimiento de Dios y de sus caminos: “Yo soy el Señor tu Dios… Yo, Yahvé, tu Dios, te marco el camino por donde debes ir”.
Este “Yo soy el Señor tu Dios”, aparece también en el encabezamiento de la lista de los mandamientos (Éxodo 20,2: “Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, del lugar de esclavitud”). Y se vuelve como en la tarjeta de presentación de Dios revelado en la historia. Es la introducción de toda la revelación que sigue.
En la espera de la plena revelación, en la espera del salvador, Dios se manifiesta como el que el que acompaña el camino del hombre, como el que está cercano, como el que no sustituye a su pueblo a pesar de que le ha fallado, sino que lo orienta hacia lo bueno y lo mejor.
Decía al respecto el autor de la Carta a Diogneto (finales del siglo II dC), “Durante todo el tiempo en que conservaba y custodiaba en el misterio su plan sabio, como que parecía que Dios nos descuidara y no pensara en nosotros; pero cuando por medio de su Hijo predilecto reveló y dio a conocer lo que estaba preparado desde el inicio, nos dio todo junto: gozar de sus beneficios, contemplarlos y entenderlos. ¿Quién de nosotros habría esperado todos estos favores?”.
En Jesús y su pueblo se realiza la profecía (Mateo 11, 16-19)
No sólo el Israel del Antiguo Testamento fue un pueblo indócil, también la
generación que escuchó las enseñanzas de Juan Bautista y de Jesús era de la misma manera.
Jesús compara a sus críticos con los niños caprichosos que juegan en la plaza en dos grupos y que desbaratan sus juegos comunitarios y se pelean entre sí. La terquedad del auditorio de Jesús está retratada en esa imagen de los dos grupos de niños que no logran ponerse de acuerdo porque siempre tienen una excusa para no seguir el juego del otro. Muestra así lo esquivos que son sus oyentes para tomarse en serio la predicación del Evangelio.
Pero en medio de todo también hay una luz: la amistad de Jesús con publicanos y pecadores -los aparentemente indóciles- abrió un camino para la comprensión de Dios.
El trato de Jesús era el de un amor nivel Dios, un amor con lo roto, con lo enfermo, con lo sucio, con lo complicado. Ese amor que cuesta más. Jesús no sólo ama a quien se porta bien, a gente sana, equilibrada, amable, educada y que huele bien. También es capaz de meterse en los antros de la época, sin por ello ser condescendiente con los errores de la gente.
No hay nada más evangelizador que la proximidad, la acogida, la necesidad de acompañar la vida de los demás. Y Jesús sabía tratar a cada uno según su necesidad. Por eso reía con los que ríen y lloraba con los que lloran; todo lo contrario de los niños en la plaza que no logran empatía.
Y esa manera de tratar a la gente desconcertó a las autoridades religiosas que pensaban que con sólo cumplir normas y leyes se llegaba a Dios. Por eso lo criticaron y persiguieron.
Pero, así como Yahvé se acreditó en sus caminos liberadores, los cuales eran innegables para el pueblo, también Jesús puede decir: “La Sabiduría se ha acreditado por sus obras” (Mt 11,19). Jesús confía en que el pueblo comprenderá.
Oremos…
Señor, hay personas que niegan tu presencia y tu existencia ante las dolorosas contrariedades de la vida. Hazte su compañero de viaje, ojalá por medio de nuestra presencia discreta en sus vidas. Enséñanos a ser como tú, amigos humildes y sinceros de las personas que se han cerrado a ti o se han perdido por los más turbios caminos, para que comience una nueva etapa en sus vidas. Amén.
Francisco Fernández-Carvajal
Hablar con Dios
Adviento. 2ª semana. Viernes
TIBIEZA Y AMOR DE DIOS
— El amor al Señor y el peligro de la tibieza.
— Causas de la tibieza.
— Remedios contra esta grave enfermedad del alma.
I. El que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón, no se marchitan sus hojas1.
Nuestra vida no tiene sentido si no es junto al Señor. ¿A dónde iremos, Señor? Solo Tú tienes palabras de vida eterna2. Nuestros éxitos, la felicidad humana que podamos acaparar es paja que arrebata el viento3. Verdaderamente, podemos decirle al Señor en nuestra oración personal: «Quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas y solo Tú eres luz, solo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume. Porque entre todas las cosas hermosas y honestas no ignoramos cuál es la primera: poseerte siempre a Ti, Señor»4.
Él viene a traernos un amor que lo penetra todo como el fuego y a darle sentido a nuestra vida sin sentido. Amor exigente es el del Señor, que pide siempre más y nos lleva a crecer en finura del alma con Dios y a dar muchos frutos.
Todo cristiano lleno de amor a Dios es el árbol frondoso del que nos habla el salmo responsorial, que no se seca jamás. Cristo mismo es quien le da vida. Pero si el cristiano deja que el amor se enfríe, que penetre en su alma el aburguesamiento, vendrá esa grave enfermedad interior que le dejará como paja que arrebata el viento: es la tibieza, que vuelve la vida desamorada y sin sentido, aunque externamente pueda parecer que nada ha cambiado. Cristo queda como oscurecido, por descuido culpable, en la mente y en el corazón: no se le ve ni se le oye. Queda entonces en el alma un vacío de Dios que se intentará llenar de otras cosas, que no son Dios y no llenan, y un especial y característico desaliento impregna toda la vida de piedad. Se pierde la prontitud y la alegría de la entrega, y la fe queda adormecida, precisamente porque se ha enfriado el amor.
Si en algún momento notáramos que nuestra vida íntima se aleja de Dios, hemos de saber que, si ponemos los medios, todas las enfermedades del alma tienen curación. Las enfermedades del amor, también. Siempre se puede volver a descubrir aquel tesoro escondido, Cristo, que una vez dio sentido a la vida. Más fácil en los comienzos de la enfermedad, pero también más adelante, como en el caso de aquel leproso de que nos habla San Lucas5, que estaba cubierto de lepra, totalmente enfermo. Pero un día decidió acercarse de verdad y humildemente a Cristo y encontró la curación.
«Preguntaron al Amigo que cuál era la fuente del amor. Respondió que aquella en donde el Amado nos ha limpiado de nuestras culpas, y en la cual da de balde el agua viva, de la cual, quien bebe, logra la vida eterna en amor sin fin»6. En la oración abierta y franca y en los sacramentos nos espera siempre el Señor.
II. Como paja que arrebata el viento. Sin peso y sin frutos. Por faltas aisladas no se cae necesariamente en la tibieza. Esta enfermedad del alma «se caracteriza por no tomar en serio, de un modo más o menos consciente, los pecados veniales, un estado sin celo por parte de la voluntad. No es tibieza el sentirse y hallarse en estado de sequedad, de desconsuelo y de repugnancia de sentimientos contra lo religioso y lo divino, porque, a pesar de todos estos estados, puede subsistir el celo de la voluntad, el querer sincero. Tampoco es tibieza el incurrir con frecuencia en pecados veniales, con tal de que se arrepienta uno seriamente de ellos y los combata. Tibieza es el estado de una falta de celo consciente y querida, una especie de negligencia duradera o de vida de piedad a medias, fundada en ciertas ideas erróneas: que no debe ser uno minucioso, que Dios es demasiado grande para ser tan exigente en las cosas pequeñas, que otros también lo practican así, y excusas semejantes»7.
La tibieza nace de una dejadez prolongada en la vida interior. Suele ir precedida siempre de un conjunto de pequeñas infidelidades, cuya culpa –no zanjada– está influyendo en las relaciones de esa alma con Dios.
La dejadez se expresa en el descuido habitual de las cosas pequeñas, en la falta de contrición ante los errores personales, en la falta de metas concretas en el trato con el Señor. Se vive sin verdaderos objetivos en la vida interior que atraigan e ilusionen. «Se va tirando». Se ha dejado de luchar por ser mejores, o se lleva una lucha ficticia o ineficaz8. Se abandona la mortificación, y «con el cuerpo pesado y harto de mantenimiento, muy mal aparejado está el ánimo para volar a lo alto»9.
El estado de tibieza se parece a una pendiente inclinada que cada vez va separando más de Dios. Casi insensiblemente nace una cierta preocupación por no excederse, por quedarse en el límite, en lo suficiente para no caer en el pecado mortal, aunque se descuida y se acepta sin dificultad el venial.
El alma tibia justifica esta actitud de poca lucha y de falta de exigencia personal con razones de naturalidad, de eficacia, de trabajo, de salud, etc., que ayudan al tibio a ser indulgente con sus pequeños afectos desordenados, apegos a personas o cosas, comodidades que llegan a presentarse como una necesidad subjetiva. Las fuerzas del alma se van debilitando cada vez más.
Cuando hay tibieza, falta un verdadero culto interno a Dios en la Santa Misa; las Comuniones suelen estar acompañadas de una gran frialdad por falta de amor y de preparación. La oración suele ser vaga, difusa, dispersa: no hay un verdadero trato personal con el Señor. El examen –consecuencia de una especial sensibilidad– queda ahora abandonado, bien porque se deja de hacer, o porque se hace de modo rutinario, sin fruto.
En ese triste estado, el tibio pierde el deseo de un acercamiento profundo a Dios (que prácticamente se da por imposible): «Me duele ver el peligro de tibieza en que te encuentras –se dice en Camino– cuando no te veo ir seriamente a la perfección dentro de tu estado»10.
En resumen: «Eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor; si buscas con cálculo o “cuquería” el modo de disminuir tus deberes; si no piensas más que en ti y en tu comodidad; si tus conversaciones son ociosas y vanas; si no aborreces el pecado venial; si obras por motivos humanos»11.
Luchemos para no caer jamás en esa enfermedad del alma, estemos alerta para percibir los primeros síntomas, acudamos con prontitud a Santa María. Ella aumenta siempre nuestra esperanza, y nos trae la alegría del nacimiento de Jesús: Alégrate y goza, hija de Jerusalén: mira a tu Rey que viene; no temas, Sión, tu salvación está cerca12.
Nuestra Señora, cuando acudimos a Ella, nos lleva a su Hijo.
III. Fomentar el espíritu de lucha, nos llevará a cuidar cada día el examen de conciencia. De ahí sacaremos frecuentemente un punto en el que mejorar para el día siguiente y un acto de contrición por las cosas en que aquel día no fuimos del todo fieles al Señor. Este amor vigilante, deseo eficaz de buscar al Señor a lo largo del día, es el polo opuesto a la tibieza, que es dejadez, falta de interés, pereza y tristeza en nuestras obligaciones de piedad para con Él.
Este deseo de lucha no nos llevará siempre a la victoria: habrá fracasos, pero el desagravio y la contrición nos acercarán más a Dios. La contrición rejuvenece el alma.
«Ante nuestras miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores –aunque, por la gracia divina, sean de poca monta–, vayamos a la oración y digamos a nuestro Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este pobre barro mío de vasija rota, Señor, colócame unas lañas y –con mi dolor y con tu perdón– seré más fuerte y más gracioso que antes! Una oración consoladora, para que la repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro»13.
Y, de nuevo, cerca de Cristo. Con una alegría nueva, con una humildad nueva. Humildad, sinceridad, arrepentimiento... y volver a empezar. Hay que saber empezar una vez más; todas cuantas veces haga falta. Dios cuenta con nuestra fragilidad.
Dios perdona siempre, pero es preciso levantarse, arrepentirse, ir a la Confesión cuando sea necesario. Hay una alegría profunda, incomparable, cada vez que recomenzamos. A lo largo de nuestra vida hemos de hacerlo muchas veces, porque faltas las habrá siempre y tendremos deficiencias, fragilidades, pecados. Quizá este rato de oración nos puede servir para recomenzar una vez más. El Señor cuenta con nuestros fracasos, pero también espera de nosotros muchas pequeñas victorias a lo largo de nuestros días. Así no caeremos en el aburguesamiento, en la dejadez, en el desamor.
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