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martes, 14 de enero de 2025

Lecturas y reflexiones +

 



Primera lectura


Hb 2,5-12

Convenía perfeccionar mediante el sufrimiento al jefe que iba a guiarlos a la salvación

Lectura de la carta a los Hebreos.

​D​IOS no sometió a los ángeles el mundo venidero, del
que estamos hablando; de ello dan fe estas palabras:
«¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
o el ser humano, para que mires por él?
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad,
todo lo sometiste bajo sus pies»​.​
En efecto, al someterle todo, nada dejó fuera de su dominio.
Pero ahora no vemos todavía que le esté sometido todo.
Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a
Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por
su pasión y muerte. Pues, por la gracia de Dios, gustó la
muerte por todos.
Convenía que aquel, para quien y por quien existe todo,
llevara muchos hijos a la gloria perfeccionando mediante
el sufrimiento al jefe que iba a guiarlos a la salvación.
​El santificador y los santificados proceden todos del mismo.
se avergüenza de llamarlos hermanos, pues​ ​dice:
«Anunciaré tu nombre a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré»​.

Palabra de Dios.

Salmo


Sal 8,2a y 5.6-7.8-9 

​R. ​Diste a tu Hijo el mando sobre las obras de tus manos.

V. ¡Señor, Dios nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el ser humano, para mirar por él? R​.

V. Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad;
le diste el mando sobre las obras de tus manos.
Todo lo sometiste bajo sus pies. R​.

V. Rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo,
las aves del cielo, los peces del mar
que trazan sendas por el mar. R​.​

Aclamación


R. ​Aleluya, aleluya, aleluya.
V. ​Acojan la palabra de Dios, no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios. R.

Evangelio


Mc 1, 21-28

Le enseñaba con autoridad

​Lectura del santo Evangelio según san Marcos.

​E​N la ciudad de Cafarnaún, el sábado entró Jesús en la
sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como​ ​los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre​ ​que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar:
«¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno?
¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo
de Dios».
Jesús lo increpó:
«¡Cállate y sal de él!»
El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando
un grito muy fuerte, salió de él. Todos se preguntaro​n​
estupefactos:
«¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y l​o obedecen».
Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzand​o​
la comarca entera de Galilea.

Palabra del Señor.



Pistas para la Lectio Divina

1. (año I) Hebreos 2,5-12

a) Ayer ya se afirmaba que Jesús es superior a los ángeles. Hoy insiste en el tema el autor de la carta a los Hebreos. ¿Existía tal vez en la época y se quería aquí corregir una tendencia a sobrevalorar a los ángeles?

El Salmo 8, que el autor comenta -y que es el salmo responsorial de hoy-, habla del hombre en general cuando dice que es «poco inferior a los ángeles», «le diste el mando sobre las obras de tus manos». En la plegaria eucarística IV le damos gracias a Dios porque al hombre «le encomendaste el mundo entero para que dominara todo lo creado». Aquí se aplica el salmo a Cristo. Jesús, por su encarnación como hombre, aparece como «poco inferior a los ángeles», sobre todo en su pasión y su muerte. Pero ahora ha sido glorificado y se ha manifestado que es superior a los ángeles, coronado de gloria y dignidad, porque Dios lo ha sometido todo a su dominio. Por haber padecido la muerte, para salvar a la humanidad, Dios le ha enaltecido sobre todos y sobre todo.

Apunta además otro tema predilecto de la carta: Jesús ha experimentado en profundidad todo lo humano, incluso el dolor y la muerte. Más aún, llega a decir que «Dios juzgó conveniente perfeccionarle y consagrarle con sufrimientos». Así ha podido conducir a la gloria a todos los hombres, a los que «no se avergüenza de llamarles hermanos».

b) Nos admira la superioridad de Cristo Jesús sobre todo el cosmos, incluidos los ángeles, porque es Hijo y está en íntima comunión con el Padre.

Pero sobre todo nos conmueve su solidaridad total con la raza humana. Se ha querido hacer hermano nuestro. No se avergüenza de llamarnos hermanos. Como dice la plegaria eucarística IV, «compartió en todo nuestra condición humana, menos en el pecado». Nos ama y nos anuncia la salvación como a hermanos. «El santificador y los santificados proceden todos del mismo», son de la misma raza.

«Consagrado por los sufrimientos», habiendo experimentado lo que es sufrir, incluida la muerte, nos ha salvado desde dentro, haciéndose totalmente solidario de nuestra vida. Es una perspectiva que se repetirá en días sucesivos y que nos llena de confianza. Jesús se nos ha acercado y se ha hecho uno de nosotros para llevarnos a todos a la comunión de vida con Dios.

Antes de comulgar decimos siempre la oración que Cristo mismo nos enseñó, en la que nos sentimos hijos del mismo Dios y por tanto hermanos los unos de los otros. Pero somos hermanos, ante todo, de Cristo Jesús. Esa es la razón por la que nos podemos sentir y somos en verdad hijos de Dios y hermanos de los demás.

2. Marcos 1,21-28

a) Todos estaban asombrados de lo que decía y hacía Jesús. Son todavía las primeras páginas del evangelio, llenas de éxitos y de admiración. Luego vendrán otras más conflictivas, hasta llegar progresivamente a la oposición abierta y la muerte.

Jesús enseña como ninguno ha enseñado, con autoridad. Además hace obras inexplicables: libera a los posesos de los espíritus malignos. Su fama va creciendo en Galilea, que es donde actúa de momento. Es que no sólo predica, sino que actúa. Enseña y cura. Hasta los espíritus del mal tienen que reconocer que es el Santo de Dios, el Mesías.

Fuera cual fuera el mal de los llamados posesos, el evangelio lo interpreta como efecto del maligno y por tanto subraya, además de la amable cercanía de Jesús, su poder contra las fuerzas del mal.

b) Nos conviene recordar que Jesús sigue siendo el vencedor del mal. O del maligno. Lo que pedimos en el Padrenuestro, «líbranos del mal», que también podría traducirse «líbranos del maligno», lo cumple en plenitud Dios a través de su Hijo.

Cuando iba por los caminos de Galilea atendiendo a los enfermos y a los posesos, y también ahora, cuando desde su existencia de Resucitado nos sale al paso a los que seguimos siendo débiles, pecadores, esclavos. Y nos quiere liberar. Cuando se nos invita a comulgar se nos dice que Jesús es «el Cordero que quita el pecado del mundo». A eso ha venido, a liberarnos de toda esclavitud y de todo mal.

Por otra parte, Jesús nos da una lección a sus seguidores. ¿Qué relación hay entre nuestras palabras y nuestros hechos? ¿Nos contentamos sólo con anunciar la Buena Noticia, o en verdad nuestras palabras van acompañadas -y por tanto se hacen creíbles- por los hechos, porque atendemos a los enfermos y ayudamos a los otros a liberarse de sus esclavitudes? ¿de qué clase de demonios contribuimos a que se liberen los que conviven con nosotros? ¿repartimos esperanza y acogida a nuestro alrededor?

El cuadro de entonces sigue actual: Cristo luchando contra el mal. Nosotros, sus seguidores, luchando también contra el mal que hay en nosotros mismos y en nuestro mundo.

«No se avergüenza de llamarlos hermanos» (1ª lectura, I)

«Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra» (salmo, I)

«Que el Señor te conceda lo que le has pedido» (1ª lectura, II)

«Mi corazón se regocija por el Señor, mi salvador» (salmo, II)

«El Señor levanta del polvo al desvalido» (salmo, II)

J. ALDAZABAL
ENSÉÑAME TUS CAMINOS 4.
Tiempo Ordinario. Semanas 1-9
Barcelona 1997. Págs. 19-23

Francisco Fernández-Carvajal
Hablar con Dios

1ª Semana. Martes

HIJOS DE DIOS

— El sentido de la filiación divina define nuestro día.

— Algunas consecuencias: fraternidad, actitud ante las dificultades, confianza en la oración...

— Coherederos con Cristo. La alegría, un anticipo de la gloria que no debemos perder a causa de las contrariedades.

I. «Yo he sido por Él constituido Rey sobre Sión, su monte santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Sal 2, 6-7). La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo (...). Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus»1; y eso es lo que pretendemos, a pesar de nuestras flaquezas: imitar a Cristo, identificarnos con Él, ser buenos hijos de Dios en medio de nuestro trabajo y de los quehaceres normales de todos los días.

El pasado domingo contemplábamos a Jesús que acude a Juan, como uno más, para ser bautizado en el Jordán. El Espíritu Santo se posó sobre Él y se dejó oír la voz del Padre: Tú eres mi Hijo muy amado2. Jesucristo es, desde la eternidad, el Hijo Único de Dios, el Amado: nacido del Padre antes de todos los siglos (...), engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho, confesamos en el Credo de la Misa. En Él y por Él –Dios y Hombre verdadero– hemos sido hechos hijos de Dios y herederos del Cielo.

A lo largo del Nuevo Testamento, la filiación divina ocupa un lugar central en la predicación de la buena nueva cristiana, como realidad bien expresiva del amor de Dios por los hombres: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos3. El mismo Jesucristo mostró constantemente esta verdad a sus discípulos: de modo directo, enseñándoles a dirigirse a Dios como al Padre4; señalándoles la santidad como imitación filial5; y también a través de numerosas parábolas en las que Dios es representado por la figura del padre. Es particularmente entrañable la figura de nuestro Padre Dios en la parábola del hijo pródigo.

Por su infinita Bondad, Dios ha creado y elevado al orden sobrenatural al hombre para que, con la gracia santificante, pudiera penetrar en la intimidad de la Beatísima Trinidad, en la Vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sin destruir, sin forzar su propia naturaleza de criaturas: mediante este don inefable de la filiación divina6. Nos constituye en hijos suyos: no es nuestra filiación un simple título, sino una elevación real, una transformación efectiva de nuestro ser más íntimo. Por eso, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer (...), a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios7.

El Señor nos ha ganado el Don más precioso: el Espíritu Santo, que nos hace exclamar Abbá, Padre!, que nos identifica con Cristo y nos hace hijos de Dios. «Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada»8.

A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Estas palabras del Salmo II, que se refieren principalmente a Cristo, se dirigen también a cada uno de nosotros y definen todo nuestro día y la vida entera, si estamos decididos –con debilidades, con flaquezas– a seguir a Jesús, a procurar imitarle, a identificarnos con Él, en nuestras peculiares circunstancias. Profundizar en las consecuencias de la filiación divina será, a temporadas, objeto de una especial atención en nuestra lucha ascética, e incluso del examen particular.

II. Cuando vivimos como buenos hijos de Dios, consideramos los acontecimientos –también los pequeños sucesos de un día corriente– a la luz de la fe, y nos habituamos a pensar y actuar según el querer de Cristo9. En primer lugar, trataremos de ver hermanos en las personas con quienes nos relacionamos, pues todos somos hijos de un mismo Padre. El aprecio y el respeto a los hombres generará en nosotros el mismo deseo que existe en el Corazón de Cristo: el de su santificación. El amor fraterno nos moverá ante todo a que esas personas estén cada vez más cerca de Cristo y sean cada vez más plenamente hijos de nuestro Padre Dios. Será el nuestro el mismo afán apostólico de Cristo por todos: el celo por la gloria del Padre y por la salvación de la humanidad10. Las manifestaciones de esta fraternidad enraizada en la filiación divina pueden ser innumerables a lo largo de una jornada nuestra: oración, pequeñas ayudas materiales, comprensión ante los defectos.

La filiación divina no es un aspecto más de nuestra vida: define nuestro propio ser sobrenatural y nos señala la manera de situarnos ante cada acontecimiento; no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente de nuestro ser, y empapa todas las virtudes11. Somos, ante todo y sobre todo, hijos de Dios, en cada circunstancia y en todas las situaciones, y esta convicción firmísima llena nuestro vivir y nuestro actuar: «no podemos ser hijos de Dios solo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad»12.

Si consideramos con frecuencia esta verdad –soy hijo de Dios–, si profundizamos en su significado, nuestro día se llenará de paz, de serenidad y de alegría. Nos apoyaremos resueltamente en nuestro Padre Dios, del que todo depende, en las dificultades y en las contradicciones, si alguna vez se hace todo cuesta arriba13. Volveremos con más facilidad a la Casa paterna, como el hijo pródigo, cuando nos hayamos alejado con nuestras faltas y pecados; no perderemos de vista que siempre nos espera nuestro Padre para darnos un abrazo, para devolvernos la dignidad de hijos si la hubiéramos perdido, y para llenarnos de bienes en una fiesta espléndida, aunque nos hayamos portado mal, una y mil veces. La oración –como en este rato que dedicamos exclusivamente a Dios– será de veras la conversación de un hijo con su padre, que sabe que le entiende bien, que le escucha, que está atento como nadie jamás lo ha estado nunca. Un hablar con Dios confiado, que nos mueve con frecuencia a la oración de petición porque somos hijos necesitados; una conversación con Dios que tiene por tema nuestra vida: «todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial»14.

III. El hijo es también heredero, tiene como un cierto «derecho» a los bienes del padre; somos herederos de Dios, coherederos con Cristo15. El Salmo II, con el que comenzamos este rato de oración, salmo de la realeza de Cristo y de la filiación divina, continúa con estas palabras: Pídeme y te daré las naciones en herencia y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra16.

El anticipo de la herencia prometida lo recibimos ya en esta vida: es el gaudium cum pace, la alegría profunda de sabernos hijos de Dios, que no se apoya en los propios méritos, ni en la salud o en el éxito, ni consiste tampoco en la ausencia de dificultades, sino que nace de la unión con Dios; se fundamenta en la consideración de que Él nos quiere, nos acoge y perdona siempre... y nos tiene preparado un Cielo junto a Él, por toda la eternidad. Perdemos esta alegría cuando dejamos a un lado el sentido de nuestra filiación divina, y no vemos la Voluntad de Dios, sabia y amorosa siempre, en las dificultades y contradicciones que cada jornada nos trae.

No quiere nuestro Padre que perdamos esa alegría de hondos cimientos: Él quiere vernos siempre contentos, como los padres de la tierra desean ver siempre a sus hijos.

Además, con esa actitud serena y gozosa ante la vida –el gaudium cum pace17–, en la que no faltarán contradicciones, el cristiano hace mucho bien a su alrededor. La alegría verdadera es un formidable medio de apostolado. «El cristiano es un sembrador de alegría; y por esto realiza grandes cosas. La alegría es uno de los más irresistibles poderes que hay en el mundo: calma, desarma, conquista, arrastra. El alma alegre es un apóstol: atrae a los hombres hacia Dios, manifestándoles lo que en ella produce la presencia de Dios. Por esto el Espíritu Santo nos da este consejo: nunca os aflijáis, porque la alegría en Dios es vuestra fuerza (Neh 8, 10)». 

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